Artículo de opinión de Rafael Cid publicado en el nº 370 de Rojo y Negro
La democracia española nació curada de memoria de la Guerra Civil pero enferma de olvido del franquismo
(Ismael Saz)
El gobierno sedicentemente más progresista desde la Transición está a punto de perpetrar un atropello por partida doble que condenará el derecho a saber de las generaciones presentes y futuras. Tanto la nueva ley de memoria, cínicamente apellidada «democrática», como la de información, reeditan a su manera el pacto de silencio con que el franquismo crepuscular garantizó su espectral continuidad en el nicho de la Monarquía parlamentaria. Las dos normas, cada una a su bola pero ambas en tándem teleológico, pretenden en lo fundamental que los conceptos de «verdad, justicia y reparación» no trasciendan más allá del simulacro ornamental. De esta forma, la dictadura sobrevivirá a sus exequias, con el broche de oro de haberse blindado para la posterioridad gracias a la acción del flamante Ejecutivo de coalición de izquierdas («uno de los nuestros»). No por azar ambas disposiciones han saltado a la palestra en un marco de secuencia espacio-temporal que revela una misma trama histórico-política-ideológica y cultural.
El anteproyecto de Ley de Información Clasificada (LIC) huye en su denominación de los tintes claustrofóbicos que exhibía la anterior Ley de Secretos Oficiales, a la que busca “mejorar” según sugiere la exposición de motivos. Una norma claramente regresiva y anacrónica (su articulado básico se remonta a 1968) a la que durante 54 años ningún gobierno democrático creyó necesario derogar. De ahí que traerla ahora a colación pudiera interpretarse como la lógica asunción de responsabilidad ante una asignatura largamente pendiente. Vade retro. Ni en el fondo ni en la forma se perciben esos avances de trasparencia en su ideario, sino más de lo mismo. Es una patada hacia delante de la ley del candado con que se cocinó el paso de un régimen de partido único a otro pluralista de derechos y libertades. Y ello mediante una amnistía preconstitucional que, bajo el signo de la «reconciliación nacional», dejaba en barbecho la necesaria justicia transicional.
De suyo la LIC se va a tramitar por el sindicato de las prisas. Mediante el sistema de urgencia, sin consulta pública y un periodo de información pública de solo unos días, del 3 al 12 de agosto. Con semejante trágala se pretende dar por buena una ley que dejará en 50 años prorrogables a 65 el periodo en que permanecerán fuera del ámbito ciudadano los archivos catalogados de «alto secreto». Uno de los plazos más generosos de entre los vigentes en países de nuestro entorno. En los Estados Unidos el tiempo medio de reserva está en los 25 años, sin que haya zonas sustraídas al escrutinio de la opinión pública. Un ejemplo estaría en el reciente registro realizado por el FBI en la residencia del expresidente Donald Trump buscando documentos presuntamente sustraídos durante su paso por la Casa Blanca. Justamente lo contrario de lo ocurrido en España en los años de la celebrada transición hacia la impunidad de parte. Entonces franquistas y antifranquistas, rojos y azules, derecha de facto e izquierda nominal, consintieron que los últimos responsables de la dictadura (con Rodolfo Martín Villa al timón de la operación) destruyeran los fondos documentales de la brutal Brigada Político Social (salvo que alguien los atesore para usos inconfesables). Dentro de la Unión Europea (UE), en Alemania la ley garantiza a todos los ciudadanos de la antigua RDU acceder a las fichas e informes que elaboró la siniestra Tasi en su papel de cancerbero del «socialismo real».
«Salvaguardar la seguridad y la defensa nacional», tal es el patriotero mantra que utiliza el anteproyecto (una declaración de intenciones del Gobierno) para justificar la Ley de Información Clasificada. Y con esa excusa incluso recupera una suerte de delito de desacato al delegar en la Administración, por encima y al margen de la tutela judicial, la facultad para impedir que periodistas y medios de comunicación publiquen noticias o informaciones consideradas inconvenientes para el poder de turno. Lo que significaría restablecer la censura por intereses creados del Estado, como han denunciado en un comunicado las principales asociaciones de periodistas. Pero si hay algo que demuestra palmariamente la naturaleza reaccionaria y regresiva de esta nueva «ley burka» es el carácter de irretroactividad que la consagra. Porque las nuevas condiciones que establece, y en concreto la «rebaja» en los plazos de aquella manera, solo correrán para asuntos acaecidos tras su aparición en el BOE. De ahí hacia atrás todo seguirá bajo el secreto del sumario que el franquismo impuso.
Se trata de una flagrante inversión jurídica del espíritu de la no retroactividad penal, en este caso a favor de los que se valieron durante décadas de la violencia institucional contra la población. Una redoblada operación de amnesia social de signo contradictorio. En el 77 la amnistía borró la vulneración de los derechos humanos infligidos por lo sicarios de la dictadura y ahora se hace otro tanto al dejar fuera del radar de la norma todo lo sucedido previo al 68. Lo que plantea Moncloa es decretar el olvido público sobre unos fondos que constituyen el testigo de cargo de los crímenes del franquismo y de la responsabilidad de los colaboradores que los hicieron posible. Se saca a Franco del Valle de los Caídos y se restablece la censura que caracterizó al Movimiento Nacional en la postguerra: «juicios sumarísimos, desapariciones forzadas, asesinatos selectivos, enterramientos en fosas comunes, torturas, represión, detenciones arbitrarias, privaciones de libertad, confinamientos en campos de trabajo, secuestro y robo de niños, sanciones administrativas, laborales, etc.» (Juan Sánchez González, De ley a ley: amnistía y memoria histórica. En Ha estallado la memoria, pág. 129). Una vez entre en vigor la LIC, de todo ese pasado criminal y sórdido apenas quedarán huellas incriminatorias.
Que el objetivo último de Pedro Sánchez es dar cuerda al «atado y bien atado» de la Transición trae causa de lo que al respecto proclama la Ley de Memoria Democrática (LMD). Una iniciativa que ciertamente fortalece las capacidades materiales y procedimentales del memorialismo al tiempo que reivindica la Ley de Amnistía de 1977 («reclamación histórica de la oposición antifranquista») como clave de bóveda de su entramado institucional. Acuerdos con los que se selló la ceremonia del olvido publicitado como consenso («Nos hemos matado los unos a los otros», a decir del diputado del PCE Marcelino Camacho en su defensa de la ley en el Congreso). Una cosa lleva a la otra y viceversa. La permanencia a mayores de la Ley de Amnistía, ignorando los casos de delitos de lesa humanidad imprescriptibles, que subrepticiamente avala y protege, es el nudo gordiano que vincula a la LDM y a la LIC. Pero no es un misterio envuelto en un enigma, ni un rompecabezas fruto de la ignorancia o la torpeza. Hay un método en su indecencia, y el parteaguas está en el 1º de enero de 1968. Esa fecha señala el «no pasarán» que ha establecido el Gobierno PSOE-UP al aprobar la Ley de Memoria Democrática (pendiente de su convalidación por el Senado) y situar en la casilla de salida a la amenazante Ley de Información Clasificada en plenas vacaciones estivales.
La carga de la prueba del estropicio a punto de consumarse se plasma en la consolidación de su artículo 10 en su contraste compasivo con el artículo 7, diferenciando las compensaciones económicas entre víctimas de la represión de antes o después de 1968. Sin que exista la más mínima explicación del porqué de semejante discriminación, se mantiene que la cantidad a percibir para las primeras es de 9.616,18 euros y de 135.000 euros para las segundas, con muchos agravantes y apenas atenuantes. Un cuantía trece veces menor precisamente para la multitud resistente que combatió a la dictadura en los peores años de plomo del régimen autoritario.
Tamaña aberración jurídica y ética no tiene pase y solo cabe interpretarse a la luz del principio de irretroactividad que persigue la nueva disposición sobre secretos oficiales. Como el grueso de los fallecidos damnificados (directamente o a consecuencia de las penurias ocasionadas por la acción criminal de la dictadura: Canal de Presos; Cuelgamuros; etc.) se halla en el periodo que va desde el final de la guerra al año 1968, y su plena asunción entrañaría agravar la partida presupuestaria a tal fin destinada (para sus descendientes), y de paso denunciar la magnitud de la violencia estatal (en julio de este año solo el portal Todos los nombres, de CGT Andalucía, llevaba consignados más de 114.335 muertos), se opta por postergarlos y humillarlos. Así, se impide el acceso a aquellos archivos que permitirían documentar la enormidad y la calaña de la represión, y de paso se usa a las víctimas «de primera clase» como escudos humanos frente a la ingente masa de los desahuciados. Fraternización y concordia en la versión del Gobierno más progresista, por más que se declare la nulidad de los tribunales franquistas y la creación de «una comisión técnica» para auditar la posible vulneración de derechos hasta 31 de diciembre 1983. Un brindis al sol cuando desde sus primeros acordes la norma se somete a la Ley de Amnistía de 1977, considerándola alfa y omega de su acervo «democrático». En realidad, la ruptura como tal nunca ha formado parte de la izquierda coherente con aspiraciones de poder («OTAN, de entrada NO»). Circunstancia reflejada en el hecho de que, como recuerda la historiadora Paloma Aguilar Fernández, en su día ningún partido incluyese en sus programas u objetivos «la aplicación de una justicia retroactiva para las violaciones de los derechos humanos cometidos durante la dictadura […] y ni siquiera fuera mencionada en los debates parlamentarios» (Justicia, política y memoria: los legados del franquismo en la transición española).
La pregunta sería saber si, frustrada la vía oficial ante la impostura partidocracia (ni una mala palabra ni una buena acción), acaba toda posibilidad de revertir los efectos más infames de la herencia recibida de la dictadura. Y la respuesta es no, condicionada, eso sí, a la resolución, coraje y capacidad de respuesta de los grupos de la sociedad civil que se sientan comprometidos ética, política y socialmente. La palanca para recoger el testigo de la insumisión está en el artículo 87 punto 3 de la Constitución que regula la iniciativa popular (seudodirecta y sin intermediarios) para la presentación de proposiciones de ley. Se necesitan 500.000 firmas acreditadas (valen también las electrónicas) y el resultado no es vinculante. Pero sería suicida para «el Gobierno más progresista desde la Transición» ignorar un plebiscito concluyente sobre temas tan denigrantes y abyectos como el de la discriminación económica a las víctimas. Una campaña sobre este particular, bien diseñada y ejecutada sobre, podría auspiciar la serendipia. Logrando no solo concitar adhesiones importantes entre colectivos y personas sino que su triunfo obligara a abrir los archivos anteriores al 68 para consignar el censo y circunstancias de los afectados. En Cataluña una iniciativa parecida obtuvo la suficiente acumulación de fuerzas para permitir que el Parlament pusiera fin a las corridas de toros.
Rafael Cid
Fuente: Redacción RyN