Hoy 8 de noviembre, un nuevo real decreto que el Gobierno permite “a los Ayuntamientos para rebajar un 15% la base imponible del impuesto de Plusvalía que anuló el Constitucional”. Y según decían “dará dos opciones a los ciudadanos y les permitirá elegir la más favorable”. Basta repasar el recibo de la coloquialmente llamada “contribución” para encontrase con el valor catastral que la agencia tributaria, a través de la oficina del Catastro, le adjudica a la propiedad gravada con el impuesto denominado de Bienes Inmuebles (IBI).
Y más de una persona se sorprenderá del enorme valor que la referida agencia le confiere a su propiedad. Sólo pensando que pudiera venderla por ese importe ¡la cantidad de problemas que le ahorraría! Pero ni siquiera el ente gubernamental que es quien tasa ese valor está dispuesto a pagarlo. Y sin embargo la cuantía del impuesto depende directamente de ello, además de obligar a la propiedad a pagar una cantidad anual importante por ese impuesto.
¿Objetividad? Podría suponerse. Pero la realidad, siempre tozuda, viene una y otra vez a pinchar los valores catastrales interesadamente determinados ajustándolos a la implacable lógica de la ley de la oferta y la demanda, que quien gobierna dice defender. La ley del libre mercado deja de ser libre cuando en esto de la oferta y la demanda se establecen arbitrariamente unas tasas.
Si hay algún factor que parece evidente puede establecerse como referencia para dimensionar los impuestos que la ciudadanía debe aportar al común, sería el dinero que cada cual recibe, las ganancias que cada cual obtiene por su trabajo, por rentas o por negocios que realiza.
El mero hecho de tener dominio sobre un bien no aporta beneficio alguno, salvo que con él se haga negocio. Y si no se puede manejar para obtener algún beneficio lo que está asegurada para la propiedad del mismo son perjuicios, ya que todo se deteriora y hay que mantenerlo, además se soportar impuestos de diversas instituciones. Incluso cuando alguien pretende desprenderse del mismo, donarlo o endosarlo en herencia toca pagar, sí o sí, y como el valor del bien está tasado por el ente gubernativo, sin objetividad alguna, la cuantía de tasas e impuestos es desorbitada en cada caso. A propósito, aún no se han dado cuenta los gobiernos que en esto del libre mercado no hay objetividad que valga.
Alguien, pocos “alguienes”, dirán que esto del IBI; de las Plus-Valías, de las Licencias, se fundamenta en la necesidad de contribuir al erario público. Y siendo necesario mantener este último, para atender las necesidades comunes de la ciudadanía, nada justifica que se utilicen los bienes inmuebles como referente para ello. ¿De dónde entonces? Vuelta al dinero, vuelta a las ganancias que cada cual puede obtener y de ellas, y sólo ellas, recaudar lo preciso. Que ¡oiga!, en esto de lo preciso también hay bastante que recortar por muchos lados y agrandar por otros.
Antes de poner impuestos hay que gestionar lo que se tiene. Quienes tienen la responsabilidad del gobierno deben gestionar el patrimonio común para generar riqueza que atienda las necesidades comunes y sólo cuando esta gestión sea insuficiente recurrir a pedir la ciudadanía dineros para atenderlas. Lo de privatizar lo público no está en sintonía con esa buena gestión de lo común. De hecho todas las empresas privadas, enormes multinacionales la mayoría, que se alquilan a los gobiernos obtienen pingües beneficios con los servicios públicos privatizados.
Establecer prioridades en el gasto del común tampoco se objetiva, ya que los últimos en recibir un euro deben ser quienes lo gestionan y no al contrario como viene sucediendo. Impuestos si, si son necesarios. ¿Necesarios para quién? Evidentemente para las necesidades básicas de la ciudadanía. Para pompas, boatos, sueldos millonarios de cargos públicos y altos ejecutivos de empresas públicas no, ya que no deberían ser consideradas necesidades. Porque quienes a esto de la política se dedican deben vivir de sus profesiones o negocios, ya que anuncian y requeté-anuncian, que están en política por vocación de servicio al común. Y este servicio sólo se sustenta en atender a las necesidades esenciales de la población exclusivamente. ¡Ah! Y para definir la esencialidad de las mismas estaría muy bien preguntárselo a quienes las padecen mediante un referéndum de los presupuestos generales, partida por partida. Que ya se sabe: “un referéndum al año no hace daño”.
Fuente: Rafael Fenoy Rico