Artículo de opinión de Rafael Cid.
“No puede construirse un mundo diferente
sobre una sociedad indiferente”
(Pedro Olalla, helenista)
“No puede construirse un mundo diferente
sobre una sociedad indiferente”
(Pedro Olalla, helenista)
Con demasiada frecuencia nos acercamos al anarquismo como si fuera una especie de ovni, un endemismo sin raíces. Los movimientos sociales que se inspiran en la prescripción antiautoritaria, en su contumacia militante se han metabolizado a lo largo de la historia con sobredosis de activismo sin denominación de origen. Como si hicieran suyos aquella hermosa frase del poeta René Char “A nuestra herencia no la precede ningún testamento”. Y en cierta medida es así. Anarquismo es movimiento continuo, una recreación incesante mediada por la realidad circundante, el epitome nómada de la equalibertad. Pero el tropismo humanista de donde extrae gran parte de su exótica vitalidad no lo explica todo. De la nada no surge nada, volens nolens. También hay un poso de pensamiento libertario en nuestro acervo común, que si no llega a determinar su ser le influye soberanamente.
Los clásicos de la anarquía del “periodo heroico”, allá por mediados del siglo XIX y las estribaciones del XX, eran personas instruidas. Y en bastantes casos preclaros intelectuales, por más que estuvieran distantes de la prosopopeya y los focos de la Academia y su arraigo anclara en las clases populares. Godwin, Proudhon, Kropotkin, Bakunin, Reclus, Rocker, Fabri, Nettlau, Mella, Landauer y otros de parecida estirpe, eran en toda la extensión de la palabra “ilustrados”. Gentes que frecuentaban a las mentes más lúcidas de la ciencia, la filosofía, la antropología, la economía y demás ciencias y humanidades. Como recoge Arthur Lehning, el compilador de las obras completas de Bakunin, el coloso ruso “acabó de aprender alemán leyendo a Kant y a Fichte; luego se puso a estudiar a Hegel, cuyo método y lógica asimiló perfectamente (Conversaciones con Bakunin, pág.29).
Una mochila epistemológica que ha acompañado a los hombres y mujeres de la Idea. Por eso, y con una diferencia sideral respecto a otras propuestas emancipadoras mejor pertrechadas material, logística y organizativamente, el anarquismo siempre ha sido un vivero de publicaciones, ateneos y revistas. Aun recobrando la percepción friki de otro eminente ácrata, el historiador del arte Herbert Read, en su Al diablo con la cultura, la sopa de letras constituye el viático que ha aprovisionado al nomadismo libertario, independientemente de la posición que cada vástago profesara dentro del polisémico magma anarquista. Por poner un ejemplo próximo en el tiempo, el libro El organismo económico de la revolución, publicado en 1936 por el polígrafo Diego Abad de Santillán, se inspira en las tesis keynesianas del texto premonitorio Interés del capital de su contemporáneo español Germán Bernácer. En este sentido el anarquismo es mucho más unicornio que ovni.
La cuestión seria saber de dónde mana el combustible anímico que ha alimentado ese fervor ilimitado por la libertad y la solidaridad que caracteriza al pensamiento anarquista desde la cruz a la raya. No vamos a cometer la osadía de emprender esa investigación que se nos antoja tan imprescindible como inabarcable. Solamente haremos una mención argumentada a un aspecto seminal de ese linaje. El que entronca con la matriz antiautoritaria preexistente al absorbente discurso político de la escuela platónica, que ha caracterizado el devenir filosófico hasta fechas recientes con su paradigma del saber entendido como “creencias verdaderas justificadas” (Teeteto). Este antecedente subterráneo, el viejo topo de la sociedad abierta que persigue la tradición ácrata frente a la hegemónica saga antidemocrática (por elitista, despótica y heterónoma) inaugurada por Platón y Aristóteles, tiene epicentro en Sócrates.
Discípulo y memorialista de Sócrates, el autor de La República construyó su colosal edifico sapiencial sobre la base de una doble y contradictoria filiación. Su admiración por el maestro que solo sabía que no sabía nada y el severo despecho ante una polis que había inducido al suicidio a Sócrates bajo la falsa acusación de idolatría y perversión de la juventud. Pero incluso así, Platón cumplió con el mayor homenaje que se puede hacer de un amigo: legar a la posteridad el ideario del ciudadano de Atenas que nos enseñó la dignidad del pensar sin restricciones. Bajo esa impronta, Hannah Arendt avanzaría que “la valentía es la primera de todas las virtudes políticas” (¿Qué es política?, pág.73). El “sapere aude” (atrévete a pensar) que preconizaba el autor de La crítica dela razón pura. Porque, según Miguel Abensour, el miedo a la muerte representa el mayor vector de sumisión que atenaza a la humanidad (Para una filosofía política, pág.121). Aserto coincidente con la reflexión a contrapelo que realiza el norteamericano Todd May en su interesante texto La muerte, en realidad un análisis sobre la distopía que significaría el avatar de la inmortalidad. Estas son algunas trazas del socratismo que miró de frente a la parca incurso en el imaginario libertario, su mínima moralia. Ese “samurai de la sabiduría”, en el lapidario calificativo de Yvon Balaval (Historia de la filosofía. Pág. 130)
Empecemos por esa suerte de irenismo que ha seguido como una sombra al ideal anarquista en su convicción sobre el potencial de la cultura y la instrucción como herramientas de liberación personal y colectiva. Algo que la cruda realidad a menudo desmiente, pero que Sócrates conjugaba al decir que <<nadie obra mal sino es por ignorancia>>. Y lo hacía echando mano de otro elemento afín a ambos esquemas de pensamiento: la necesidad vital de experimentación propia. Lo que en el sabio griego es arte mayéutica, su convicción de que la virtud solo es virtud si se basa en el conocimiento, en el mundo libertario se convierte en acción directa y ejemplaridad (propaganda por el hecho). Solo el ser autónomo, dueño de sus actos y con asunción de responsabilidad, sin delegación ni intermediación suplantadora, puede acceder a la personalidad moral. El método socrático de alumbramiento cognitivo en la apertura al mundo está en la base de la política antiautoritaria. W.K.C.Guthre lo refleja así:<< Ya que él [Sócrates] no enseña nada, sino que únicamente saca lo que ya está allí, no pueda hacer nada con alguien que no haya concebido previamente en su mente>> (Historia de la filosofía griega, Vol. III, pág.383).
Presunción de inocencia que siglos después desarrollará J. J. Rousseau en el mito del buen salvaje frente a las categorías competitivas del <<hombre lobo para el hombre>> de T.Hobbes. Abarcando estas constantes, en el Teeteto aparece la siguiente reflexión dialéctica:<<los cielos me obligan a servir de comadrona, pero me han negado el dar a luz>>. La confianza en la humanidad del sujeto, la virtud como conocimiento, no implica solipsismo. Muy al contrario, es una prueba de su carácter como “zoon politikón” (animal social), que lógicamente remite a una exigencia de comunicación para realizarse. El mismo Sócrates resumía su filosofía en la idea de la <<búsqueda en común>>. En ese contexto es donde aparece la noción del <<dialogar>> que Jenofonte, admirador y discípulo del maestro, supone arranca de la expresión <<juntarse en común aparte>>. Y ya sabemos por Georges Gurvitch que <<Mucho antes que Marx, Proudhon relaciona la dialéctica con la práctica social y la orienta hacia un contacto con el pragmatismo, no como doctrina sino en tanto que manifestación de la vida social cotidiana>>. (Dialéctica y sociología, pág.145).
Otro elemento de motivación entre socratismo y anarquismo, desbrozados estereotipos sobrevenidos, se haya en la actitud que ambas percepciones adoptan frente al fenómeno del deísmo, sus pompas y sus obras. En Las nubes de Aristófanes, Sócrates aparece negando la existencia de Zeus, y Cicerón recordaba que <<fue el primero que bajó a la filosofía del firmamento>>. Ese pasar de las musas al teatro, superadora de la ilusión escatológica, aunque suele verse solapado por las propuestas contingentes de tipo económico-social, constituye otra de la razones de ser de la polinización libertaria. El dicho “Ni Dios ni Amo”, del francés Sebastián Faure, no debe tomarse como un avatar de la promesa de eternidad celestial. Sirve para reflejar la profundidad del hálito ácrata en la búsqueda de una emancipación integral, cabría decir que aunando sincréticamente el plano político, el económico y el espiritual. Porque los grilletes que los hombres han puesto acá sobre los vivos tienen también asiento en el más allá. Un librepensador como Francisco Pi i Margal, introductor de Proudhon entre nosotros, lo despachaba así: <<En política somos anarquistas; en economía colectivistas; y en religión ateos>> (La reacción y la revolución)
Las analogías exploradas demuestran la existencia de un continuum en la esfera mental, por encima del tiempo y del espacio, pero no la existencia de un determinismo histórico como pretendieron los émulos de las omniscientes doctrinas platónicas. En la Historia de la cultura griega, Jacob Burckhardt denominó a este vínculo subsistente que enlaza cultural y anímicamente a generaciones con el término <<sinoiquismo>>, palabro que en la Antigua Grecia aludía al proceso de juntar dos o más aldeas para hacer una polis, el tronco del que nace la demo-kratia como matriz de organización de abajo-arriba sin merma de la pluralidad. Otro factor que emparenta con el gradiente confederal del proyecto libertario. En ese orden de cosas el pensador galo recientemente fallecido Michel Serres, en su “autobiografía de un zurdo cojo”, sostiene que pensar es inventar:<<[…] la vida evolutiva opera mediante emergencias, mediante síntesis inesperadas>> (Figuras del pensamiento. Pág.25). O dicho mediante un viejo adagio latino: <<Quidquid recipitur, secundum modum recipientis recípitur>> (Todo lo que se recibe se recibe según el formato del recipiente)
La trabazón derechos-deberes es un eslabón más de nuestra cadena de equivalencias. Ciertamente Sócrates comparte la fe en el racionalismo como camino para una definición universal de justicia. En ese sentido la reputación del anarquismo, casi siempre escorado hacia la tradición occidental, se resiente de los mismos achaques que las ideologías de la modernidad. Aquellas confiadas en “la colonización de la experiencia vital por la previsión y el cálculo”, Alain Touraine dixit. Hablamos de la construcción del “derecho” como prerrogativa, presente en muchas creencias (desde el cristianismo de los Diez mandamientos hasta la Declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano de la Revolución Francesa). Aunque con un menor quebranto, al evitar darle un carácter supremacista y completarlo con la asunción de “deberes”, eslabón donde el tándem encuentra la expresión de la libre voluntad de los hombres, su sentido moral (Sócrates aceptó la condena a ingerir cicuta en vez de optar por el destierro como eximente). Y aquí hay otro elemento que conduce al territorio antiautoritario, y más en concreto a su inmersión en la clase obrera. La pista nos la da el manifiesto de la Primera Internacional, aún de sesgo principalmente bakuninista. Un programa donde se proclama la radical autonomía de los productores (“Que la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos”, primer considerando) y su certero compromiso de responsabilidad (“No más deberes sin derechos, no más derechos sin deberes”, considerando final). Estatuto de plenitud del sujeto que remite también al “gobernar y ser gobernados” de la democracia en la polis. Porque, mientras los derechos toman cuerpo respecto a otros y precisan del consenso, los deberes nacen de la propia estructura de la individualidad, y escindirlos supone una acción deshumanizadora mutante y mutilante. Más adelante, el comunismo rampante reseteo esa dinámica y la puso bajo la manumisión del Estado amparándose en la soberanía de lo público. Quizás en este discurso cabría intercalar la chocante frase que Platón atribuye a Sócrates en su Apología: <<El que quiera combatir la injusticia tiene su lugar en la vida privada, noi en la vida pública>>.
Llegados a este punto conviene decir, siguiendo la lectura forense que Leo Strauss realiza de los filósofos de la antigüedad, que a Sócrates (que no legó nada escrito) se le considera el fundador de la filosofía política, cosa diferente al pensamiento político, algo siempre coetáneo de la vida política. También, y este es un hecho que nos devuelve al marco de las reverberaciones que indagamos, que en la filosofía política clásica no cabía el concepto de “Estado”. <<Cuando la gente habla hoy del “Estado”, habitualmente comprende “Estado” y no “sociedad”[…] No basta con decir que la polis (ciudad) abarca a la vez Estado y sociedad; por tanto, no entendemos “la ciudad” diciendo que la ciudad comprende Estado y sociedad. [Los filósofos políticos] se interesaron sobre todo por la ciudad porque preferían la ciudad a esas otras formas de sociedad política>> (Historia de la filosofía política.Pág.19). Cabe, pues, ver en el rechazo del panóptico Estado , tan fiel al anarquismo, el afán de reencontrar el modelo de organización social prexistente al Estado, troquel de la dominación, haciendo así posible fórmula socrática de democracia como <<el gobierno de hombres libres en que la libertad es lo más preciado>>. Luigi Ferrajoli, un destacado teórico del garantismo jurídico considera que el constitucionalismo democrático de la posmodernidad solo puede tener futuro si se entiende al margen del Estado.
Hasta aquí este esbozo pensado para interpretar el clinamen (que no realidades paralelas) socratismo-anarquismo a través de textos de reconocido prestigio sobre las enseñanzas de ese hombre “teorético” a que aludía Nietzsche despectivamente. Trabajos a los que podríamos añadir otros estudios también analizados, como los de Frederick Copleston (Historia de la filosofía), René Kraus (La vida privada y pública de Sócrates), Theodor Gomperz (Pensadores griegos) o Johannes Hirschberger (Historia de la filosofía). A modo de síntesis y colofón vayan dos notas del eminente historiador y filólogo español Antonio Tovar en su imprescindible La vida de Sócrates. En una afirma que << la raíz del genio socrático está en el descubrimiento que él hizo (y que no manifestó en ninguna proposición, discurso, poema o símbolo, sino con su vida entera y su muerte) de que el hombre no nace libre, sino dentro de la historia, vinculado a una ciudad>> (Pág.251). Y en la otra se refiere a lo que conoce como “la paradoja socrática”, de enorme vigencia política en nuestras sociedades de la información y la postverdad:<<que el que conoce suficientemente qué es el bien, no puede menos de practicarlo, arrastrado por su conocimiento, porque si no lo practicara, con esto demostraría que ignora lo que es el bien>> (Pág. 299).
Tampoco se puede descartar que Sócrates, cuyo “evangelio” al igual que el de Jesucristo se basó en la palabra, fuera un personaje de ficción y el cincuenta por ciento de Platón su profeta.
Rafael Cid
(Nota: Este artículo se publicó en el número de Julio-Agosto de Rojo y Negro)
Fuente: Rafael Cid