Artículo de opinión de Antonio Pérez Collado.

Debe quedar ya muy poca gente sin hablar públicamente sobre los atentados de Cataluña y todo lo que rodea esta salvaje tragedia, cometida por un grupo islamista el pasado 17 de agosto en Barcelona y Cambrils, cuyos presuntos integrantes fueron rápidamente abatidos sin la menor fisura o duda sobre los expeditivos métodos de los Mossos d´Esquadra.

Debe quedar ya muy poca gente sin hablar públicamente sobre los atentados de Cataluña y todo lo que rodea esta salvaje tragedia, cometida por un grupo islamista el pasado 17 de agosto en Barcelona y Cambrils, cuyos presuntos integrantes fueron rápidamente abatidos sin la menor fisura o duda sobre los expeditivos métodos de los Mossos d´Esquadra.

Las cosas han llegado a un nivel de crispación, ofuscación y manipulación que no me atrevo a entrar a opinar sin antes dejar claro que condeno este acto terrorista y que quisiera ayudar a sobrellevar ese dolor a las familias afectadas. No vaya a ser que alguien –que siempre lo hay- interprete que si no denuncio rotundamente la barbarie de las Ramblas es que simpatizo con sus autores o justifico la matanza como respuesta a la fiebre estelada que aqueja a una parte de la sociedad catalana… o al sangriento comercio de armas en el que España ocupa el 7º puesto desde hace años.

Aclarado que no soy wahabista ni ultracatólico, ni tampoco españolista o catalanista, ya me voy animando a manifestar mis particulares y, seguramente, erradas opiniones. Lo primero y más evidente es que la amenaza del moderno y despiadado terrorismo es algo difícil de prevenir y de combatir con eficacia. Gente dispuesta a matar y a dejarse matar por cualquier idea implantada en mentes sencillas y confusas por hábiles y fanáticos manipuladores se va a encontrar siempre. Y por mucho que se mejoren las medidas de vigilancia y respuesta jurídica y policial, es previsible –como ya ocurre- que los asesinos cambien sus métodos a medida que las autoridades les van cerrando cada vía que los estrategas de la muerte desarrollan. La respuesta tiene que ser política, económica y cultural. Será larga, pero es la única posible.

Otra evidencia, que se ratifica en cada caso de tragedia natural o provocada, es que la gente es mucho más humana, solidaria y generosa que sus autoridades. Lo hemos visto antes en los terremotos de Italia, las inundaciones de Nueva Orleans, los atentados de Londres y París o las hambrunas de África. Lo acabamos de ver en Barcelona y lo quiero resaltar como valor positivo de esta sociedad a la que se empeñan en convertir en consumista, ambiciosa y abúlica.

Los medios de comunicación han bajado otro peldaño más en su descenso en los niveles de calidad, rigor, neutralidad y compromiso con la verdad, la justicia y la libertad. La inmensa mayoría (alguno se librar siempre, aunque por los pelos) se ha posicionado con uno de los bandos; porque ha habido bandos, a pesar que de cada vez que un político o un cargo policial abría la boca, apelaba a la unidad y al respeto por el dolor colectivo. Aseguraban, muy serios y compungidos, que sus muchas diferencias políticas las dejaban para otro momento. No han podido ni querido evitarlo y los nada elegantes ataques al contrario, junto a la defensa a ultranza de actuaciones poco afortunadas de los correligionarios han sido los ingredientes de las cientos de horas y las toneladas de tinta y papel que se han dedicado a tan lamentable suceso.

Se ha hecho bandera –nunca mejor dicho- de la eficacia de los unos y los errores o zancadillas de los otros en la investigación o la vigilancia de los sospechosos. Tampoco se ha ocultado por ninguno de los dos bandos que esto era una tregua, pero que el partido de vuelta se juega el 1-0, y en esas circunstancias estaba cantado que la manifestación del 26S en Barcelona era –para algunos grupos políticos- parte del largo entrenamiento que estamos viviendo.

Por los que sacan la bandera de España a toda hora iba a ser una ofensa que otros sacaran la suya, aunque fuera minoritariamente. Para los otros –acostumbrados a pitar a cualquier símbolo “español”, venga a cuento o no- la presencia del rey era una ocasión de oro para exhibir tan flaco músculo y salir incluso en la BBC. Me parece que acierto si digo que los negocios y las amistades reales con la dictadura saudí han sido un pretexto para atacar a Felipe VI y que ser el monarca español –como ya se ha demostrado en las finales de Copa- es razón sobrada para organizarle el habitual recibimiento; trato legítimo, por otra parte, que encaja dentro de la libertad de expresión que cualquier democracia debe garantizar. En todo caso, conviene recordar que sin dejar de condenar el comercio de armas y el respaldo del Gobierno español a las monarquías del Golfo, hay que resaltar que los presuntos autores de los atentados de Catalunya no tenían vinculación aparente con los grupos extremistas que patrocinan Arabia o Qatar, ni usaron más armas que los cuchillos y vehículos conseguidos en negocios locales.

A partir de aquí ya estaba claro lo que cada medio iba a sacar el día siguiente sobre algo que, en principio, era una manifestación popular de rechazo al terrorismo. Unos resaltarían los abucheos a las autoridades españolas y la imagen de algún grupo de derechas mostrando y repartiendo banderas rojigualdas y la mayoría, sobre todo los grandes periódicos de Madrid, destacarían la penosa demostración de división y el odio de un par de señoras rompiendo carteles que decían lo mismo que los suyos, pero en castellano.

Hay un motivo más de reflexión en todo lo sucedido. Es la fragilidad de la memoria colectiva y lo enternecedora que se pone la gente ante desgracias tan grandes y mediáticas. Sobre esa memoria tan especial nuestra, se me ocurre recordar que esos nuevos héroes, el cuerpo de Mossos d´Esquadra de la Generalitat, cuyas furgonetas aparecían el sábado cubiertas de flores y sus agentes no daban abasto a responder a tanto abrazo campechano, son el mismo cuerpo represivo sobre el que –hasta hace una semana- caían muchas dudas y críticas por su responsabilidad en montajes policiales, desahucios de familias y centros okupados, represión de huelgas y piquetes, muerte de un mantero, agresión sin reconocer a Esther Quintana y muchos otros casos.

En cuanto al sentimentalismo unánime y las lágrimas espontáneas que tanto gusta mostrar a la TV, se justifica diciendo que nos duelen mucho más las muertes de inocentes cuanto más cercanas nos resultan, por lo que sería normal que el personal llore más por las víctimas de los atentados de Madrid o Barcelona que por otros, incluso más salvajes, de Bagdad, Damasco o Kabul. Podría ser, pero esa teoría la desmiente rotundamente el silencio y tranquilidad ante las muertes diarias en nuestro cercano Mediterráneo, los 300 “abatidos” en accidentes de trabajo en lo que va de 2017 o la sangría espeluznante de mujeres asesinadas por la violencia machista.

Me enternece que alguien se desplace de Sevilla a Barcelona para depositar un ramo más en los altares de las Ramblas, pero me duele que no nos enteremos en semanas de la muerte de una vecina que vivía sola, que se abandonen ancianos en residencias, hospitales y hasta en gasolineras, que se suiciden víctimas de la crisis porque no han encontrado a nadie que le ofrezca una mano o una lágrima compartida.

Lloremos todo lo que queráis, pero tangamos el corazón y la mano abierta para el dolor que nos rodea a diario. Y, sobre todo: organicémonos, luchemos y creemos herramientas para evitar que la injusticia, la barbarie y la violencia ciega tengan sitio en nuestra sociedad.

Antonio Pérez Collado

 


Fuente: Antonio Pérez Collado