Articulo conmemorativo sobre la Revolución Española.
“Lo universal es lo local sin muros”
(Miguel Torga)
“Lo universal es lo local sin muros”
(Miguel Torga)
En la actualidad resulta un lugar común entre muchos historiadores resaltar el extraordinario número de publicaciones existentes sobre la Guerra Civil Española de 1936-1939, a pesar de su carácter nacional. Hasta el punto de que no pocos estudiosos advierten que, en términos relativos, existe más bibliografía sobre esta contienda que de las dos guerras mundiales habidas durante el siglo XX. Como explicación de la aparente “anomalía” se aduce el carácter polisémico que tuvo aquel enfrentamiento en la península ibérica. Ciertamente, algunos trabajos se han centrado en destacar el elemento fratricida de la guerra. Otros han puesto el foco en la lucha de clases que entrañaba. Y han sido también numerosas las investigaciones referidas a la vertiente internacional, analizando la intervención de Mussolini y de Hitler a favor del bando franquista, y de Stalin por el republicano. Incluso, como corolario, tampoco han faltado textos referidos a la ola de solidaridad que despertó la defensa de la Segunda República frente al alzamiento militar entre muchos demócratas del mundo, apoyo visualizado en la creación de las Brigadas Internacionales.
Seguramente a este inusitado interés contribuyó en buena medida la presencia en el campo de batalla, como enviados de distintos medios informativos o como simples combatientes, de conocidos escritores e intelectuales. Una larga nómina que engloba a figuras como Ernest Hemingway, W. H. Auden, John Dos Pasos, Arthur Koestler, Kim Philby, Stephen Spender, Ilya Ehremburg, Mijail Koltsov, André Malraux, Saint-Exupéry, Octavio Paz, Simón Weill o Georges Bernanos, entre otros muchos de parecido relieve que han dejado relatos sobre aquella experiencia (existen más de 2.000 novelas con temática centrada en la guerra). Aparte de otras personalidades que andando el tiempo adquirirían notoriedad en la política mundial, como el italiano Pietro Nenni, el alemán Willy Brand o el yugoslavo Josip Broz Tito.
Aún así no fue hasta bien entrada la década de los sesenta cuando se empezó hablar de la “revolución española” y de la decisiva participación que en su desarrollo tuvo el “movimiento libertario”, episodio social que había sido postergado en la narración convencional, habitualmente monopolizada por el relato de las maniobras militares y las intrigas partidarias. Antes de esa “ruptura epistemológica”, en líneas generales la guerra de España era tratada como un conflicto armado donde confrontaron por vez primera las ideologías fascista y comunista, atribuyéndose a esta última la representación casi exclusiva del “antifascismo”. Sin tener demasiado en cuenta, por parte de esta tendencia bibliográfica entonces mayoritaria, que el Partido Comunista de España (PCE) era prácticamente inexistente en los años inmediatos a la guerra, siendo por el contrario el sindicato anarcosindicalista CNT (Confederación Nacional del Trabajo) la organización obrera más numerosa y arraigada del país.
Esta visión sectaria y discriminatoria de “matonismo intelectual” se debilitó al aparecer trabajos “políticamente incorrectos”, hasta entonces marginados por la hegemonía ideológica-cultural de la estela dejada por la exitosa Revolución Rusa. Autores como George Orwell, Burnet Bolloten, Noam Chomsky, Gastón Leval, John Brademas, Vernon Richards, Frank Mintz, Hans Magnus Enzensberger, Xavier Paniagua o Walter L. Bernecker, no solo discutían el liderazgo político-social de los contendientes comunistas sino que llegaban a señalarles como parte del problema y no de la solución, complejizando la mainstream sobre la guerra. La historiografía disidente, que nació de la necesidad de los vencidos por hacer oír su voz, sacó a la luz aspectos poco tratados o directamente silenciados por los escritores de la crónica oficial. Seguramente fue la aparición en 1969, dentro de la editorial parisina Ruedo Ibérico, de la obra de José Peirats La CNT en la revolución española, el primer referente en cuestionar de manera solvente la “epopeya comunista”.
Se trata de un texto canónico cargado de claves sobre ese “vivir la utopía” que significaba la gesta libertaria en la práctica, como dejó bien patente el espléndido documental del mismo nombre (https://www.youtube.com/watch?v=-uSIYJxknS4). Primero, porque el libro de Peirats solo alcanzó a ver la luz en un sello comercial dieciséis años después de haber sido publicado internamente por la propia central anarcosindicalista en el exilio francés, y ello una vez la revuelta de mayo del 68 “redescubriera” las ideas anarquistas para las nuevas generaciones. Y en segundo lugar, debido a la propia personalidad de su autor. Que fuera precisamente un obrero manual autodidacta, de oficio alpargatero, y no un intelectual erudito o un historiador profesional, quien escribiera el texto más importante sobre la contribución de la CNT a la guerra, resulta elocuente de lo que aquella tragedia representó como choque cultural y de la tergiversación efectuada por nazi-fascistas y comunistas abusando de su mayor relevancia mundial. Una interferencia que se convertiría en funesta complicidad cuando, apenas cinco meses después de concluir la Guerra Civil Española, los ejércitos de Hitler y Stalin de la mano invadieron Polonia y los Balcanes, desencadenando con ello la Segunda Guerra Mundial.
El pacto de no agresión germano-soviético (en realidad un pacto de agresión contra los países del entorno) es uno de los episodios más bochornosos de la historia contemporánea, porque ha permitido una interpretación unilateral, viciada y descontextualizada sobre unos hechos que tuvieron un origen diametralmente opuesto. Al privilegiar el resultado de aquella guerra, con una URSS vencedora al lado de las potencias antifascistas, sorteando el impacto que sobre el estallido del conflicto tuvo la alianza bélica entre Hitler y Stalin (1939-1941), se distorsionaba la realidad de los hechos, contribuyendo a potenciar el imaginario izquierdista de que en determinadas latitudes aún goza el comunismo. Afrenta intelectual que se mantuvo hasta los trabajos pioneros de Hannah Arendt revelando una misma identidad totalitaria en ambos regímenes. Gracias a la alianza secreta con la Alemania nazi, Stalin pudo anexionarse por la fuerza seis naciones con las que compartía fronteras por su flanco oeste.
Sin embargo, los hechos de la Guerra Civil Española ya prefiguraban esa impostura despótica e imperialista por parte de Moscú. En pleno 1937, cuando los agentes del Komintern acosaban a las fuerzas situadas a la izquierda del PCE que, como la CNT y el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), mantenían viva la llama revolucionaria, las purgas estalinistas hacían estragos en el Kremlin. Los llamados “procesos de Moscú”, que culminaron con el asesinato de una parte de la vieja guardia bolchevique y diezmaron a la cúpula del Ejército Rojo, tenían como objetivo último borrar pistas sobre la extraña fraternidad que desde 1917 ligó a la URSS con Alemania. Aparte de sembrar el terror para imponerse como líder único, Stalin utilizó las purgas para eliminar testigos incómodos de su agenda oculta.
Un oscuro expediente que en realidad encerraba un relicario de pactos secretos habidos a lo largo de más de dos décadas. En el primero, la plana mayor del ejército alemán financió el viaje de Lenin en un tren sellado desde su exilio en Suiza a la estación de San Petersburgo en Leningrado, donde el 3 de abril de 1917 llegó dirigente bolchevique para encabezar la Revolución de Octubre. El segundo, como si consistiera en una especie de devolución de favor, consistió en la firma del tratado Brest-Litovsk, el 3 de marzo de 1918, acuerdo por el que la Rusia soviética salía de la Primera Guerra Mundial al sellar la paz por separado con el Imperio Alemán, cediendo Finlandia, Polonia, Besarabia, Estonia, Lituania, Ucrania, Livonia y Curlandia al capitular ante los imperios centrales. Y el último acto se escenificó en 1922 en la localidad italiana de Rapallo, cuando plenipotenciarios de ambos gobiernos acordaron utilizar el territorio soviético para entrenamiento del embargado ejército alemán, saboteando así los Tratados de Versalles que imponían la desmilitarización y el desarme de Alemania. Muchos revolucionarios de primera hora y militares de graduación eliminados por orden de Stalin habían colaborado en esos operativos que culminaron con el pacto entre los dos dictadores. En el libro Tierras de sangre, Timothy Snyder hace una descripción rigurosa de esa confluencia criminal.
Todo eso ocurría en Moscú mientras las potencias democráticas contemplaban en silencio la masiva asistencia soviética en armas y asesores militares para ayudar al proletariado español (en realidad se pagó con todas las reservas de oro del país) en su lucha contra el fascismo. Porque el Estado que el general Francisco Franco quería derribar con el alzamiento militar del 18 de julio era una <<república democrática de trabajadores de toda clase>>, según el artículo 1 de la Constitución de 1931. Estamos hablando de una guerra que duró tres años en uno de los países menos desarrollados de Europa, en su costado mediterráneo y a escasos kilómetros del norte de África, mar Mediterráneo por medio. Esa España cuya guerra conmovió al mundo era en los años treinta del siglo pasado una nación con una economía atrasada, fundamentalmente agrícola, con escasa infraestructura industrial, radicada sobre todo en el norte catalán y vasco, y una población de unos 24 millones de personas con altos índices de analfabetismo. En ese contexto, dominado por una oligarquía latifundista y una iglesia profundamente retrógrada, tuvo lugar el choque entre “las dos Españas”, la conservadora e integrista y la que porfiaba por una democracia social avanzada ahondando en la senda liberal abierta por las Cortes de Cádiz de 1815 y en los brotes verdes de la abortada experiencia federalista de la Primera República de 1873.
Como de lo que se trata aquí es de señalar el aliento libertario que inspiró la guerra civil, no vamos a hacer un relato exigente de lo que significó la contienda en el plano bélico, cosa más propia de los libros de historia, pero sí de aquellos pasajes que jalonaron su impronta revolucionaria. En síntesis esa perspectiva se refleja en cuatro grandes momentos: el rechazo de la tentativa golpista en Madrid y Barcelona; la entrada de la CNT en el gobierno republicano; la represión estalinista de mayo del 37; y la puesta en marcha de las colectividades. Episodios todos ellos que permiten desenmascarar la confabulación de la mentalidad totalitaria contra la facticidad de la democracia directa y radical implícita en todo proyecto autogestionario, solidario y emancipatorio a escala humana. Volveremos a ello más delante.
La sublevación militar liderada por el general Franco contra la Segunda República fue frenada en seco en las dos ciudades más importantes del país, Madrid y Barcelona, nada más producirse “el alzamiento”, lo que haría que la guerra se prolongara durante tres largos años. Ese fracaso inicial fue posible por la movilización espontánea de una gran parte de la población que se unió a las fuerzas leales al régimen, derrotando a los amotinados antes incluso de que lograran salir de sus cuarteles para ocupar los centros de poder. Y fueron principalmente los afiliados y simpatizantes de la central anarcosindicalista CNT y de la socialista Unión General de Trabajadora (UGT) quienes, ante inacción de las autoridades, asumieron desde el minuto uno el protagonismo de la defensa de aquella Constitución de trabajadores. El relato de aquella gesta popular fue efectuado por el periodista libertario Eduardo de Guzmán, testigo directo de los hechos, en el libro Madrid Rojo y Negro.
De este modo, fue el pueblo en armas integrado por milicianos y soldados quien desde el primer instante cargó con la responsabilidad de parar al fascismo en la calle. Un protagonismo que tuvo en el conjunto del movimiento libertario (Confederación Nacional del Trabajo, Federación Anarquista Ibérica y Juventudes Libertarias) tanto al músculo como al cerebro de la contraofensiva, dado que al producirse el pronunciamiento franquista solo la organización cenetista contaba ya con cerca de un millón de afiliados fogueados en la dura lucha sindical. Esa relativa hegemonía libertaria, destinada por mérito propio a condicionar los primeros meses de la contienda, sería lo que los comunistas españoles a las órdenes del Komintern sabotearían más adelante, controlando a los mandos del ejército imponiendo “comisarios políticos” y recabando para sus cuadros los puestos de mayor relieve en la administración republicana como fedatarios de “la ayuda” recibida de Stalin. Para ello hicieron campaña contra las milicias anarquistas acusándolas de que al <<hacer la revolución al mismo tiempo que la guerra>> favorecían al enemigo.
Ante la atonía del primer ejecutivo republicano salido de las urnas que dieron el triunfo al Frente Popular en febrero 1936, se procedió a formar un nuevo gobierno de concentración nacional capaz de dar una respuesta eficaz al desafió fascista. El gabinete entrante, constituido en noviembre de ese mismo año, estuvo presidido por el socialista Francisco Largo Caballero y contó con la novedad de incluir entre sus miembros a cuatro destacados militantes de la CNT y de la FAI (Federación Anarquista Ibérica). Algo que chocaba frontalmente con la identidad antiautoritaria del anarquismo y que nadie había previsto cuando en el IV Congreso de la CNT celebrado en Zaragoza dos meses antes de estallar la guerra fueron ratificados sus tradicionales principios de no colaboración gubernamental. Federica Montseny, en la cartera de Sanidad; Juan López en Comercio; Juan García Oliver en Justicia; y Joan Piero en Industria, fueron las personas designadas por el Comité Nacional de la CNT para pilotar esa coyuntura histórica.
A pesar de tratarse de un gobierno de guerra en una situación excepcional, el acuerdo provocó fisuras en los órganos confederales y fue vehementemente discutido por unas bases que creían ver en los nombramientos una operación encubierta para diluir el proyecto revolucionario del anarcosindicalismo. No obstante, había un cierto grado de coherencia entre el hecho de entrar en un gobierno de emergencia nacional y la circunstancia de que la central cenetista hubiera contribuido a la victoria del Frente Popular al dejar libertad de voto a sus afiliados en las elecciones. Por lo demás, en los escasos seis meses que duró el equipo de Largo Caballero, los ministros de la CNT-FAI dieron prueba de su capacidad de gestión plasmando en leyes algunas de sus reivindicaciones programáticas. Especialmente notable fue la labor de Federica Montseny en terrenos hasta entonces tabú como la interrupción del embarazo en hospitales públicos, la protección integral de la infancia o los liberatorios de prostitución. Por su parte, García Oliver, uno de los hombres claves en la defensa de Barcelona contra los fascistas, eliminó las tasas judiciales para hacer efectiva la justicia gratuita; destruyó los registros de antecedentes penales; derogó la Ley de Vagos y Maleantes; elevó a categoría legal la teórica igualdad entre hombres y mujeres; cerró las cárceles clandestinas de los partidos políticos; y prohibió las excarcelaciones extrajudiciales, evitando que “las sacas” fueran utilizadas para eliminar prisioneros y adversarios políticos.
Los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona no solo significaron el ocaso del gobierno de Largo Caballero sino también el ascenso político del PCE en la dirección de la guerra y en el dominio de los órganos de decisión. La excusa fue el ultimátum de los comunistas para que las milicias cenetistas desalojaran la sede de la Telefónica en la ciudad, bajo su control desde que derrotaran en las calles a los sediciosos. Cuando, después de cinco días de duros enfrentamientos, los comunistas con ayuda de los Guardias de Asalto lograron su objetivo, se hizo visible que lo que aquellas jornadas de “guerra civil en la guerra civil” encubrían era el propósito de los emisarios de Stalin de yugular la revolución española. Lo que se tradujo en una encarnizada persecución contra anarquistas y trotskistas del Partido de Unificación Marxista (POUM), uno de cuyos dirigentes, Andrés Nin, desapareció víctima de los sicarios estalinistas sin que hasta la fecha se hayan recuperado sus restos. El escritor inglés George Orwell, que trabajaba como corresponsal de guerra en las filas del POUM, describió puntualmente esos hechos en el libro Homenaje a Cataluña, una obra que se ha convertido en testigo de cargo de la acción contrarrevolucionaria del comunismo. Aquella experiencia le inspiraría más tarde dos de sus obras más famosas, la sátira del estalinismo Rebelión en la granja y la distopía futurista 1984, donde Orwell muestra los mecanismos de dominación totalitaria ejercidos a través de la propaganda y del control de la información.
Pero la piedra de toque de la revolución libertaria, el locus donde se visualizaba el ideal anarquista por antonomasia, estuvo en las colectividades. Nunca hasta ese momento ningún país había realizado un proyecto de transformación social de esa magnitud. Millones de hombres y mujeres movilizados, decenas de miles de hectáreas de territorio afectadas en varias regiones distintas, retrataban a un proletariado militante comprometido en hacer realidad un mundo nuevo al mismo tiempo que luchaba contra los golpistas franquistas. Una experiencia inédita en los anales de la emancipación que descansaba sobre el hecho incontrovertible de que solo aquellos que defienden lo que siente suyo pueden aspirar a cambiar la vida y no limitarse a soportarla. Reto que aplicaba a la realidad diaria, en momentos de extrema dificultad, el clásico dicho castellano <<predicar con el ejemplo>>. Aforismo afín al del <<apoyo mutuo>>, inscrito en el código ético del movimiento libertario que, en su aceptación más cabal, ha inspirado la lógica de la <<propaganda por el hecho>>.
El fenómeno de la colectivización de la producción que se implantó durante la Guerra Civil Española se puede analizar desde muchos puntos de vista. Pero merecería la pena acercarnos a su definición más sencilla y elocuente porque demuestra que el esfuerzo hecho por ese <<vivir la utopía>> no significaba otra cosa que plasmar en la práctica social la definición académica del concepto “economía”. Esa que el neokeynesiano Paul A. Samuelson, en su clásico manual Curso de Economía Moderna, describe como <<el estudio de la manera en que los hombres y la sociedad utilizan –haciendo uso o no del dinero- unos recursos productivos escasos para obtener distintos bienes y distribuirlos para su consumo presente o futuro entre las diversas personas y grupos que componen la sociedad>>. Recursos escasos, susceptibles de usos alternativos, para satisfacer necesidades humanas. Eso y nada más es lo que representaron las colectividades. Una obra constructiva de reparto equitativo de los bienes comunes que, por la pureza de su planteamiento, implicaba una revolución. Un nuevo paradigma que amenazaba los principios inequitativos de la sociedad de la época y de todos los sistemas políticos jerárquicos basados en el dominio y la explotación, a diestra y siniestra. Tal era su grado de subversión.: la autogestión del bien común.
En este contexto parece pertinente recoger lo que sobre la experiencia colectivista en la Guerra Civil Española dijeron algunos de los historiadores emblemáticos de la corriente “revisionista”. Para el francés Gastón Leval fue el momento en que se plasmó el ideal anarquista de <<la libertad como base, la igualdad como medio, la fraternidad como fin>> (Colectividades Libertarias en España, p. 17). Según el inglés Vernon Richards supuso <<un experimento social más interesante que cualquier otro, más aún que el ruso; porque fue un movimiento improvisado y espontáneo del pueblo>> (Enseñanzas de la revolución española, p.117). En opinión del alemán Walter L. Bernecker se trató de un intento de <<transformar en praxis en la base de la sociedad una democracia llena de contenido social>> (Colectividades y revolución social, p.447). Y, finalmente, el español José Peirats precisaba así sus características: << Este sistema tenía por base la explotación en común por los trabajadores de las fábricas, empresas y fincas abandonadas o incautadas. Los patronos dispuestos a colaborar eran incorporados como otros tantos colectivistas, o bien –caso de los pequeños propietarios y artesanos- se les permitía la explotación individual de sus industria o de la parte capaz de cultivar por su solo esfuerzo familiar, a condición de no emplear mano de obra asalariada>> (La CNT en la revolución española , tomo 1, p. 274).
Vemos en estas notas definidas algunas de las principales señas de identidad del fenómeno colectivizador. A saber: que su actividad, con diversa intensidad, se extendió a todos los ramos de la actividad productiva, (agricultura, ganadería, industria, servicios y empresas); que existió una voluntad inicial de conjugar los principios libertarios con la imperiosa necesidad de atender las necesidades de la población; y que se intentó evitar que la fórmula colectivizadora fuera utilizada para un ajuste de cuentas contra los “enemigos de clase”, reduciendo al mínimo las expropiaciones forzosas. Quizás porque existía la experiencia histórica de lo ocurrido en Rusia, donde se procedió al despojo violento de las tierras por el Ejército Rojo, provocando el rechazo del mundo campesino y los años de hambruna consiguientes ante la ineficacia de los burócratas soviéticos para poner en rendimiento las tierras. Curiosamente, eso no evitó que fueran precisamente los “hombres de Moscú” en el gobierno quienes instigaran la ofensiva contra las colectividades, intentando granjearse el favor del pequeño y mediano empresario rural desafecto.
Cataluña, Aragón, la región levantina (Valencia y Murcia) y las dos Castillas fueron las zonas donde las colectivizaciones tuvieran mayor presencia. Un total de más de tres millones de personas y cerca de 2.000 colectividades estuvieron involucradas en el empeño. Y si bien la CNT fue su principal elemento dinamizador, también hubo colectividades gestionadas por la UGT y, en muchas menor medida, por miembros del PCE. Especialmente significativo fue lo sucedido en las tierras aragonesas, donde unos 600 pueblos colectivizados pusieron en práctica su plan de transformación social y de “apoyo mutuo”, sirviendo además a las necesidades de avituallamiento del frente, bajo la dirección técnica-administrativa del Consejo de Aragón. De la simbiosis revolucionaria que se estableció entre el pueblo en armas y en las colectividades, como consigna el profesor Alejandro R. Díez Torre, da idea el hecho excepcional de que Aragón fue <<el único caso de territorio reconquistado a los sublevados contra la República>> (Trabajan para la eternidad, p. 12).
El balance que este autor hace del trabajo en esas colectividades contiene la refutación de uno de los mitos principales del capitalismo, el de que solo la propiedad privada de los medios de producción y la competencia aseguran riqueza social. Así podemos leer que <<el paisaje agrario colectivo cambió cuando centenares de arados mecánicos, segadoras y trilladoras poblaron los campos y -en el plazo de solo un año- elevaron la mecanización de labores campesinas al 50%>>, dándose <<incrementos agrícolas, durante 1937, del 20% sobre años precedentes>>. Todo ello en plena guerra y sometiendo las decisiones estratégicas al consenso de las asambleas en régimen de democracia directa. Un know-how comunitario y sostenible que se vería ratificado a nivel científico en los estudios de Elinor Ostrom sobre las instituciones de acción colectiva, investigaciones que merecieron el Premio Nobel de Economía en el año 2009.
Las colectividades puestas en funcionamiento durante la Guerra Civil Española no eran solo unidades de explotación económica. Junto a esa actividad central existía la comuna, un espacio donde se expresaba la sociedad civil sin autoritarismos degradantes. Además de facilitar suministros para el frente, servir a las tropas para recuperarse de la fatiga de guerra, el autogobierno de las familias allí congregadas creó sus propias normas de solidaridad y convivencia. Hasta podría hablarse de que en su seno se impulsaron medidas precursoras de lo que luego se llamaría “Estado de bienestar”. El salario familiar; la exención de trabajar a los menores de 15 años y mayores de 60; la pensión para las viudas; el mantenimiento de los huérfanos; el cuidado de los inválidos, entre otras medidas sociales, eran estipulaciones frecuentes en muchos estatutos de las colectividades agrarias. También la abolición el dinero como medio de pago interno. Un esbozo de cosmopolitismo sostenible, erigido desde el eslabón de la democracia de proximidad, que recuerda el enunciado del gran escritor portugués Miguel Torga <<o universal é o local sen paredes>>.
Y es que, aparte de la organización horizontal cooperativa, las colectividades se estructuraban además sobre un eje vertical ascendente y confederal que aportaba coherencia solidaria y apoyo técnico al conjunto. Los Consejos Municipales y Comarcales parecían responder al principio colaborativo de <<uno para todos y todos para uno>>, favoreciendo las transferencia de conocimiento y la asistencia mutua entre las diferentes unidades económicas de cada zona. Esta red de nodos productivos y convivenciales a escala humana, de abajo arriba, ha sido también objeto de interés por parte de algunos sociólogos y economistas que objetan al modelo de concentración económica y política que rige en el capitalismo como un factor de desigualdad e ineficacia. Incluso algunas de las propuestas más innovadoras en este ámbito se inspiraron en la experiencia de las colectividades. Es el caso del austriaco Leopold Kohr, Premio Nobel Alternativo de 1983 y autor de la célebre expresión <<lo pequeño es hermoso>>, utilizada para denunciar la ideología del gigantismo. Un concepto que le fue inspirado por el estudio de las colectividades de Aragón durante su estancia en España como corresponsal de guerra independiente. Su heredero intelectual, Fritz Schumacher, alcanzó reconocimiento mundial en 1970 con un libro del mismo título, en la actualidad considerado vademécum de la economía sostenible.
Desconocemos qué futuro esperaba a las colectividades libertarias porque las mataron sus adversarios ideológicos mucho antes de que lo pudieran hacer los propios franquistas. En su camino para acaparar todo el poder para el partido, el PCE instrumentalizado por la URSS se impuso como objetivo acabar con esa experiencia antiautoritaria poco después de haber conseguido borrar del mapa a sus antagonistas del POUM. Aunque en esta ocasión no bastó con la acción soterrada de pistoleros y checas, siendo preciso movilizar a las unidades del ejército republicano bajo su influencia para dar el tiro de gracia a aquella experiencia histórica de revolución social. El dudoso honor de desmantelar las colectividades y reintegrar las tierras en explotación a sus antiguos propietarios fascistas correspondió a Enrique Lister, dirigente estalinista formado militarmente en la Academia Frunze de Moscú, quien al frente de la XI División disolvió el emblemático Consejo de Aragón y detuvo a sus dirigentes con las mismas prácticas mafiosas. Culminaba de esta forma la ola reaccionaria iniciada meses atrás en Cataluña con el golpe de mano anticenetista.
En este punto es donde suelen acabar habitualmente las historias sobre las colectividades. Pero eso supone mostrar solo la parte emergida del iceberg. Lo que constituyó el principio activo de la revolución española no se puede avistar en toda su integridad analizando solo los efectos. Es preciso remontarse a las causas primeras para conocer qué lo hizo posible, cuál era su aliento vital. Como escribió el sabio Carlos Linneo <<natura nom facit saltus>> (la naturaleza no da saltos), y pensar que la transformación social que emprendió una parte del pueblo español en armas contra el fascismo fue un acto sobrevenido o improvisado incide en la categoría del pensamiento mágico. Los hombres y mujeres de la quinta del 36 eran el último eslabón de un proletariado militante forjado en el racionalismo crítico, el apoyo mutuo y la apuesta libertaria. Gentes que, como dijo Buenaventura Durruti al periodista canadiense Von Passen en el frente de batalla, <<llevan un mundo nuevo en sus corazones que crece a cada instante>>.
El humus que dinamizó aquel espíritu indómito se incubó gracias a la emergencia de una sociedad paralela al Estado y la Iglesia promovida por el espíritu librepensador, cuyo punto álgido estuvo en la fundación en Barcelona de la Escuela Moderna, por Francisco Ferrer y Guardia en 1901, sobre la pauta de <<una educación racionalista, secular y no coercitiva>>. Fue medio siglo de cultura y acción anarquista, sembrando “la Idea” a través de los múltiples ateneos y asociaciones de todo tipo, con actividades que iban desde la instrucción obrera al feminismo, para impulsar la autonomía personal frente a la delegación suplantadora de la propia experiencia. Conferencias, debates, cursillos, escuelas diurnas, cursos nocturnos, lecturas, bibliotecas, periódicos, revistas, libros, folletos, veladas artísticas, excursiones campestres, naturismo, nudismo o enseñanza del esperanto, figuraban en el plantel de extensión cultural del universo libertario para la plena emancipación.
Una forma de ser en el mundo que entroncaba con los dos principios rectores establecidos en la Primera Internacional. Aquel que primaba <<la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabadores mismos>>, y su complementario <<no más deberes sin derechos ni más derechos sin deberes>>. Igualdad, libertad, fraternidad y responsabilidad a través de la herramienta política del autogobierno como proyecto de una auténtica democracia social y humanista. Según el estudio realizado por el investigador Francisco Javier Navarro Navarro, solamente en la comarca levantina durante la Segunda República operaban 54 ateneos libertarios: 16 en Valencia-Ciudad, 16 en Valencia-Provincia; 17 en Alicante-Provincia; y 5 en Castellón-Provincial (Ateneos y Grupos Ácratas, pp.583 a 584).
Todo lo expuesto no significa ocultar ni excusar la parte negativa de la tragedia humana que asoló a España durante un trienio a causa del golpe militar. También la izquierda cometió errores, excesos y se dieron situaciones totalmente reprobables. Por acción y por omisión. Y no solo al dar rienda suelta, en este caso con especial incidencia en el sector ácrata, a su visceral anticlericalismo, que en ocasiones alcanzó a convertirse en persecución religiosa. Ahí no hay nada para vanagloriarse, sino todo por rectificar. Desmanes y hostilidades, en cualquier caso, muchas veces utilizados como válvula de escape por las humillaciones y privaciones a que las clases populares se vieron sometidas durante generaciones por el poder caciquil y sus correligionarios institucionales. No hay nobleza en la guerra, ni honor, aunque sea en defensa propia. Toda guerra siempre es incivil.
Para finalizar, y solo como apunte de perfil filosófico. Hacer notar que el proyecto de las colectividades permitió explorar uno de los nudos gordianos del anarquismo: la dificultad del sujeto autónomo en una sociedad holísticamente heterónoma. Y lo hizo demostrando en la práctica que el proceso transformador es viable si está en la cabeza de las personas, si se produce una nueva conciencia en el individuo como <<zoon politikón>> (de abajo arriba), y nunca al revés, como pretendieron los bolcheviques, imponiendo prácticamente por decreto la mentalidad revolucionaria desde el aparato del poder (de arriba abajo). En el primer caso se sigue el modelo cooperativo de Bakunin <<soy libre solo cuando todos los seres humanos que me rodean son igualmente libre>>. En el segundo entra en acción la fórmula delegativa de Lenin que, al considerar la libertad de uno en competencia con la libertad de los otros, reproduce la ideología liberal y con ello la necesidad del Estado como árbitro supremo. Precisamente la deriva tomada por la Guerra Civil España al imponerse la doctrina heterónoma comunista demostró el fracaso de ese planteamiento. Se abortó la revolución social y se perdió la guerra.
Visto con la perspectiva que ofrece el ochenta aniversario de la Revolución Española, la pregunta pertinente sería cuál es el legado del “positivismo libertario” que reflejaban las colectividades, y la respuesta es que ha sobrevivido más allá de las siglas y las coyunturas como un anarquismo nómada, incrustado en el quehacer diario de la gente. Fenómenos como la rebelión de los indignados del 15-M y su capacidad expansiva, prueban la vitalidad del antiautoritarismo mientras la otra gran ideología de la familia socialista, la autoritaria del proclamado “socialismo científico”, ha pasado al álbum de la historia. Hoy el anarquismo sigue vivo pero sin denominación de origen, ni clichés, ni carnets, y aparece polinizándolo todo como la principal alternativa vital al oxímoron de la <<democracia capitalista>>. Tanto a nivel colectivo como en el ámbito individual, el activismo emancipatorio se han instalado en la vida real, hermanando redes de apoyo mutuo, acción directa y autogestión que <<crecen a cada instante>> para constituir un nuevo imaginario social a escala humana. Aún a riesgo de caer en el vicio del presentismo, podría decirse que ese aliento vital ha terminado contagiando a otras tradiciones culturales, teóricamente distintas y distantes, como las “primaveras árabes “. Un amotinado egipcio de la Plaza de Tahrir razonaba así su experiencia en un blog:<<Nos dimos cuenta que de hecho la organización estatal era la desorganización máxima, porque se basaba en la negación de la facultad humana de organizarse>>.
El nuevo anarquismo existencial, que en el crisol del 36 era sobre todo militante, obrerista y agresivo, se ha hecho proactivo, disidente, multiforme y cotidiano, que surge por doquier como por generación espontánea. Un exponente de este anarquismo antagonista lo encontramos en el insólito gesto del artista Santiago Sierra, uno de los creadores españoles de mayor reconocimiento mundial, representante en la Bienal de Venecia, al renunciar públicamente al Premio Nacional de Artes Plásticas 2010 concedido por el gobierno español en protesta por las barbaries y atropellos del Estado y del Capital. Con este rotundo argumentario ético: <<Este premio instrumentaliza en beneficio del Estado el prestigio del premiado. Un Estado que pide a gritos legitimación ante un desacato sobre el mandato de trabajar para el bien común sin importar qué partido ocupe el puesto. Un Estado que participa en guerras dementes alineado con un imperio criminal. Un Estado que dona alegremente el dinero común a la banca. Un Estado empeñado en el desmontaje del Estado de bienestar en beneficio de una minoría internacional y local. El Estado no somos todos. El Estado son ustedes y sus amigos. Por lo tanto, no me cuenten entre ellos, pues yo soy un artista serio. No señores, NO. Global Tour. ¡Salud y Libertad!>>.
La utopía libertaria se reinventa en el mundo globalizado como Demo-Acracia
(Nota. Este trabajo ha sido publicado en el número 29 de la revista brasileña VERVE, del mes de mayo de 2016).
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid