La revolución de los comités, de Agustín Guillamón, publicada por Aldarull/ El Grillo Libertario (2012), es una obra imprescindible sobre la Guerra civil en Cataluña. Desde una novedosa redacción histórica, los propios protagonistas explican, en primera persona del presente, los acontecimientos vividos en la Barcelona revolucionaria durante el segundo semestre de 1936.
Las revoluciones sociales, esas tentativas de reorganización de la producción y de la sociedad sobre nuevas bases, son extremadamente raras en la historia. En el siglo XX estallaron la revolución rusa, protagonizada por los soviets, la revolución alemana, caracterizada por los räters (consejos) y la revolución española, identificada con los comités. Soviets, räters y comités fueron los potenciales órganos de poder de la clase obrera en cada una de esas revoluciones.
Las revoluciones sociales, esas tentativas de reorganización de la producción y de la sociedad sobre nuevas bases, son extremadamente raras en la historia. En el siglo XX estallaron la revolución rusa, protagonizada por los soviets, la revolución alemana, caracterizada por los räters (consejos) y la revolución española, identificada con los comités. Soviets, räters y comités fueron los potenciales órganos de poder de la clase obrera en cada una de esas revoluciones. El estudio de esos órganos de poder permite un conocimiento profundo de las dinámicas sociales, problemas y debilidades de cada una de esas revoluciones. Más allá de las circunstancias políticas, sociales y económicas en que surgieron, nos aportan siempre una experiencia insustituible, tanto en sus éxitos como, sobre todo, en sus fracasos. Para los revolucionarios, la gran enseñanza de la revolución de los comités, en 1936, fue la necesidad ineludible de la destrucción del Estado.
El período cronológico tratado en este libro transcurre desde julio hasta diciembre de 1936, es decir, abarca el período álgido de la revolución de los comités. Los comités de barrio ejercieron todo el poder en las calles de Barcelona, enfrentándose, en ocasiones, primero al Comité Central de Milicias Antifascistas, y a partir del 26 de septiembre, a los comités superiores cenetistas, integrados en el gobierno de la Generalidad. Se estudia el origen del organismo revolucionario conocido como Comité Central de Abastos, y su posterior integración en la Consejería de Abastos de la Generalidad, realizada sin apenas problemas gracias a la presidencia de la misma persona: Josep Juan Doménech. Surge impetuosa la figura del economista Joan Pau Fábregas, Consejero de Economía y firmante del Decreto de Colectivizaciones. Sus originales propuestas económicas, entre las que destacaba la monopolización del comercio exterior, como solución de emergencia a la carestía de subsistencias, sólo encontró el rechazo y vacío del resto de consejeros hasta que se produjo su definitiva exclusión, junto a Nin, del gobierno de la Generalidad del 17 de diciembre de 1936, apenas comentada por la historiografía académica. Los precios de las subsistencias empezaron a subir descontroladamente, a causa de la especulación, situando a los trabajadores ante situaciones límites, en las que despuntaban el hambre.
El hambre fue utilizada por el gobierno de la Generalidad y por los estalinistas como una poderosa arma de la contrarrevolución para derrotar a los revolucionarios. El gobierno denegó reiteradamente divisas para constituir una adecuada reserva de alimentos. GENERALIDAD Y ESTALINISTAS QUISIERON DOBLEGAR LA REVOLUCIÓN POR EL HAMBRE,
Otro protagonista de este tomo es la violencia política revolucionaria de los primeros meses, y su colisión con los primeros intentos de su paulatina institucionalización y domesticación. No puede entenderse el orden público sino como violencia institucional. El Estado defiende siempre las instituciones de la sociedad burguesa y posee el monopolio de la violencia, que ejerce mediante las llamadas fuerzas de Orden Público, que aparece como la “normalidad” de la sociedad capitalista. La violencia revolucionaria que rompe ese monopolio es presentada invariablemente como un fenómeno excepcional, caótico, arbitrario y anormal, esto es, como alteración de la ley y el orden burgueses, y por lo tanto como delincuencia. Y sus líderes como criminales. La restauración del Orden Público burgués, a partir de octubre de 1936, se opuso y se enfrentó a la violencia revolucionaria.
El levantamiento militar de julio de 1936 abrió la vía violenta como solución a los conflictos sociales y políticos. En una guerra los conflictos se resuelven matando al enemigo.
La situación excepcional de crisis institucional y revolución social, provocada por el alzamiento militar y la guerra civil, fueron el fértil terreno en el que proliferaron los revolucionarios, difamados como “incontrolados”, que se tomaron la justicia por su mano. En una situación de quiebra de todas las instituciones y de vacío de poder, los comités revolucionarios, y también algunos especializados comités de investigación, se atribuyeron las facultades de juzgar y ejecutar al enemigo fascista, o incluso al sospechoso de serlo, sólo por ser cura, propietario, derechista, rico o quintacolumnista. Y las armas que empuñaban les dieron el poder y el “deber” de exterminar a ese enemigo. Porque era la hora de dar muerte al fascismo, sin más alternativa que la de morir o matar, porque se estaba en guerra a muerte con los fascistas. Si nadie, nunca, acusa a un soldado de matar al enemigo, ¿por qué iba a ser acusado nadie de matar al enemigo, emboscado en la retaguardia? En una guerra al enemigo se le mata por serlo: no había otra ley, ni otra regla moral, ni más filosofías.
Hoy, perros de presa al servicio de su amo, socio de determinados círculos burgueses y franquistas, con ínfulas aristocráticas, continúan ladrando su miedo al “bruto anarquista”, que demonizan como a un vampiro sediento de sangre. A muchos años de distancia, doctos académicos (en su mayoría herederos del estalinismo) elaboran complicadas elucidaciones y teorías para culpabilizar exclusivamente a los anarquistas; pero todos los documentos históricos sobre el tema nos indican que el miliciano (cenetista, republicano, poumista o estalinista) que se iba de “paseo” con un cura, un patrono o un fascista, aplicaba una regla muy sencilla: en una guerra, al enemigo se le mata, o te mata. Desde Federica Montseny, Ministra de Sanidad, hasta Pascual Fresquet, Jefe de la Brigada de la Muerte; desde Vidiella, Conseller de Justicia por el PSUC, hasta África de las Heras, líder de un rondín del PSUC; desde Joan Pau Fábregas, Conseller cenetista de Economía, hasta el miliciano o patrullero más modesto, todos, absolutamente todos, argumentaban ese mismo razonamiento.
El fenómeno de la violencia revolucionaria de los milicianos, en la retaguardia aragonesa y catalana, debe estudiarse en el contexto de la lucha por el poder local: formación del comité revolucionario, castigo y limpieza de curas y fascistas, expropiación de las tierras, ganado y propiedades de los derechistas (en su mayoría asesinados o huidos) y de la Iglesia, que consolidaban económicamente la Colectividad del pueblo. En este proceso jugaba un gran papel los conflictos sociales anteriores, caldo de cultivo de venganzas y ajustes de cuentas en cada pueblo, que explican la mayor o menor virulencia de la “limpieza”.
Violencia y revolución eran inseparables. Violencia y poder eran lo mismo. En épocas de revolución la violencia, mientras sea tan destructiva (del viejo orden) como constructiva (del nuevo orden), no puede dominarse, y encuentra siempre a sus ejecutores, anónimos o no. Así ha sido y será desde la Revolución Francesa a la revolución de mañana. Pero cuando esa violencia incontrolada, ligada a la situación revolucionaria de julio, y a un poder atomizado, empezó a ser regulada hacia octubre (desde su nueva naturaleza de violencia legítima y/o legal del “nuevo” orden público) por las nuevas autoridades antifascistas, dejó de ser una violencia revolucionaria, colectiva, popular, justiciera, festiva y espontánea, porque se transformaba ya en un fenómeno cruel, ajeno e incomprensible al nuevo orden contrarrevolucionario, burgués y republicano, centralizado y monopolista, que se instauraba precisamente sobre el control y extirpación de la anterior situación revolucionaria.
En octubre de 1936, el retorno al “nuevo” orden público, pactado entre el Gobierno de la Generalidad y los comités superiores libertarios, supuso que se considerase “anormal” y transitoria la violencia revolucionaria del verano. En todo caso, ya no se reconocía lo sucedido en julio: había que pasar página. Sólo importaba la unidad antifascista para ganar la guerra.
Algunos perdieron el paso, y no se habituaron nunca al cambio entre una situación de justicia revolucionaria espontánea y atomizada, que duró algunas semanas, y la paulatina restauración del monopolio de la violencia por las instituciones estatales, que marcó el tránsito a una justicia republicana. Y sufrieron una especie de desajuste temporal, como Fresquet. Otros, por el contrario, impulsaron, protagonizaron y vivieron esos cambios desde primera fila, marcando los tiempos y los pasos de esa transformación, como Aurelio Fernández: organizador de las Patrullas de Control; secretario de la Junta de Seguridad, desde donde intentó la aceptación del nuevo orden por los patrulleros, no sin plantearse en algún momento la necesidad de romper la unidad antifascista; consejero de la Generalidad en abril; y paradójicamente preso antifascista desde agosto de 1937; acusado primero del atentado contra Josep Andreu Abelló, y luego por el caso de los maristas. En muy pocas ocasiones, alguno, como Ruano, era un delincuente, sin más, al que los sindicatos condenaron a muerte y finalmente ajusticiaron. Pero ya inmediatamente después de la derrota de los revolucionarios en mayo de 1937, la infamia burguesa y estalinista extendió la criminalización a todo el movimiento anarquista, inflando el número de represaliados hasta el infinito, como infinito era su miedo a los revolucionarios, y excluyendo curiosamente del fenómeno represivo del verano del 36 a republicanos, poumistas y estalinistas. Soler Arumí y la checa de ERC; África de las Heras y su estalinista rondín, organizadora (según Miravitlles) de orgías de sangre y sexo, el terrible José Gallardo Escudero, Salvador González, y tantos otros del PSUC, habían sido borrados de la lista de los represores… para culpabilizar sólo y exclusivamente a los anarquistas, y sobre todo, olvidando el contexto histórico de un pueblo atacado salvajemente por su propio ejército, que convertía a los atacados en asesinos, por la única razón de defenderse ante la agresión. El mundo al revés, cien mil veces repetido por la omnipresente propaganda burguesa, franquista, clerical y estalinista.
Un ejemplo: tribunales franquistas fusilando durante doce años a los leales al régimen republicano por el delito de rebelión militar. Otros ejemplos: la tópica, sosa e inamovible historiografía estalinista; los artículos de rencor, ignorancia y odio escupidos por Massot en La Vanguardia; la vomitiva, falaz y paranoica “producción” editorial contra los libertarios y contra Tarradellas de Mir y compañía, financiada por círculos burgueses, ecuestres y franquistas.
La labor de historiador, en esta obra, no pretende ser otra que la de dar la voz a los protagonistas de la historia, ceder la palabra a quienes vivieron y sufrieron los acontecimientos, hoy históricos; pero en su momento devenir de un presente cargado de problemas, miserias, luchas y esperanza.
El libro tiene el valor y la osadía de situar en su contexto histórico y de intentar comprender, desde el punto de vista del proletariado revolucionario, dos de los episodios más truculentos, manipulados y mitificados de la represión revolucionaria anarquista: la Brigada de la Muerte de Fresquet y el asesinato de 42 maristas por Aurelio Fernández y Antonio Ordaz, aportando documentación inédita.
En todo momento, en cada línea, se pretende que el lector pueda hacerse una opinión propia de los acontecimientos, de los discursos, de los debates en curso, de las posiciones de los distintos protagonistas. Pero los documentos no hablan nunca por sí solos; han de ser interpretados, contextualizados y explicados. Y la labor del historiador, si es honesto, además de encontrarlos y seleccionarlos, según su idoneidad, no es otra que la de hacerlos comprensibles, o situarlos cronológica e ideológicamente. Para hacerlo se recurre a las notas a pie de página, pero además, cuando el narrador ha de intervenir para completar la información del documento, o dar su propia interpretación (inevitable y necesaria) de los hechos, se utilizan las cursivas, porque ese añadido al documento, o esa interpretación del autor, puede ser discutible, o no tiene por qué ser compartida por el lector. Nada que ver con el método estalinista o/y burgués.
Así, pues, las cursivas se utilizan siempre para indicar que el autor está dando su propia interpretación de los hechos, con el ánimo de ayudarle a comprenderlos; pero con el vivo deseo de no confundir al lector, haciéndole creer que se trata de la única interpretación posible. El objetivo, conseguido o no, es el respeto absoluto al criterio del lector, que en todo momento debe ser libre y capaz de mantener su propia opinión sobre los hechos así presentados. Pero que nadie se equivoque: la lectura de los textos seleccionados, y el “clima” creado por los más diversos documentos, desde cartas y artículos hasta las estadísticas, o los discursos en los mítines y las intervenciones orales, en las reuniones de comités o del consejo de la Generalidad, cambiará sin duda alguna los conceptos previos que el lector pudiera tener sobre revolución, anarquismo, comités, CNT, PSUC, FAI y violencia política. También mudará su opinión sobre los principios (lo que se piensa o se cree), la táctica (lo que se hace) y la estrategia (cómo conseguir lo que se quiere) que el lector pudiera presuponer que sustentaban personalidades históricamente destacadas, desde Companys y Tarradellas hasta García Oliver, Santillán o Federica Montseny. Y, en el proceso de lectura, surgirán nuevos problemas o aparecerán, con un relieve adecuado a su importancia, personalidades prácticamente desconocidas o muy secundarias: la guerra del pan, Joan Pau Fábregas, Josep Juan Doménech, el monopolio del comercio exterior, Manuel Escorza, Dionisio Eroles, José Asens, Valerio Mas, los comités revolucionarios de barrio, las cooperativas, la dualidad de poderes entre cenetistas y estalinistas en Orden Público, etcétera.
La mayor parte de la documentación utilizada es inédita, o muy poco conocida, y procede de archivos de todo el mundo, desde la Universidad de Stanford, en California, hasta la Tamiment Library de New York, desde el Centro Ruso de Preservacion de la Historia Contemporánea de Moscú, hasta la Biblioteca Anarquista de Estudios Libertarios de Buenos Aires, pasando por la Bibliothéque de Documentation Internationale Contemporaine de Nanterre; aunque los archivos fundamentales y de mayor riqueza han sido el Instituto de Historia Social de Ámsterdam, el Centro de Documentación de la Memoria Histórica de Salamanca, el Archivo Tarradellas del Monasterio de Poblet y el Ateneu Enciclopédic Popular de Barcelona.
Entre los documentos inéditos o desconocidos, publicados en este libro, destacan la “Soli” del lunes 20 de julio de 1936; el discurso radiofónico de Durruti a primeros de noviembre; los debates de los comités libertarios sobre las numerosas deserciones de las columnas confederales; las reprimendas a Ortiz, Fresquet, Ruano y otros mandos de las columnas; la desmoralización de los milicianos de la columna Durruti, convencidos del asesinato de su líder por los estalinistas; la aprobación y justificación de la eliminación de una cuarentena de maristas por parte de los comités superiores, considerados como enemigos emboscados en la retaguardia; los constantes ataques a Joan Pau Fábregas, el cenetista economista que promulgó el Decreto de Colectivizaciones, hasta conseguir su salida del gobierno de la Generalidad; el balance de Doménech sobre la labor cenetista en Abastos desde julio hasta diciembre de 1936; la existencia de una fortísima red de distribución de alimentos, gestionada por los comités de barrio (y las cooperativas), y un largo etcétera.
Se recogen todas las actas de las reuniones de los comités superiores libertarios, de las sesiones del Comité Central de Milicias Antifascistas, del Consejo de la Generalidad, de la Junta de Seguridad Interior y del Ayuntamiento de Barcelona; complementados con los artículos más significativos de la prensa del momento, desde Solidaridad Obrera a La Vanguardia, del Boletín de Información de la CNT-FAI a Treball o el Diario Oficial de la Generalidad. Otros documentos provienen de las reuniones de la Comisión de Industrias de Guerra, del Sindicato de Alimentación de la CNT o del Comité Económico de la Industria del Pan.
El libro recoge y expone una cuidada selección de algunos fragmentos documentales significativos, que a veces se explican o contradicen unos a otros, pero que son imprescindibles para entender qué estaba sucediendo y qué problemas agobiaban y ocupaban a aquellos hombres y mujeres, ya fueran dirigentes o gente del pueblo llano, y que contribuyen a que el lector entienda intensamente la época, sienta el clima que se vivía en cada instante, asista a los debates que se producían en las reuniones de los comités superiores, o en el Consejo de la Generalidad, consiga cosechar las angustias y miedos de la vida cotidiana y pueda visualizar en tiempo presente un conocimiento profundo de aquellos acontecimientos, hoy históricos.
Dos son las grandes lecciones de la revolución de 1936:
1.- La cuestión, en julio de 1936, no era tanto la de tomar el poder (por una minoría dirigentes) como la de destruir el Estado, mediante la coordinación, extensión y profundización de las tareas apropiadas por los comités. Los comités revolucionarios de barriada (y algunos de los locales) no hacían o dejaban de hacer la revolución, ellos eran la revolución social.
2.- La destrucción del Estado era un proceso muy concreto, en el que los comités ejercían funciones arrebatadas a las instituciones oficiales, porque el Estado era incapaz de asumirlas. Ese proceso de destrucción del Estado y consolidación de los comités era paralelo y simultáneo. El proceso contrarrevolucionario consistió precisamente en reconstruir el Estado burgués al mismo tiempo que se destruían los comités revolucionarios.
Este libro fortalece voluntades, abre perspectivas, otea horizontes y arma con un programa enraizado en los combates de nuestros abuelos. La revolución social, colectiva, multitudinaria, internacional y anónima del mañana, sin guías ni dirigentes, se iniciará con la destrucción del Estado. Y se adelanta, ya, ahora, en esta pútrida realidad, con la lucha por la creación de una sociedad paralela, al margen de los caducos valores capitalistas, con el objetivo claro y preciso de abolir todos los Estados, todas las fronteras, todas las policías y ejércitos, el trabajo asalariado, la plusvalía y la explotación del hombre en todo el planeta, arriando todas las banderas, silenciando la fanfarria de todos los himnos, enfrentándose a la amenaza nuclear y la destrucción del planeta por el capitalismo, imponiendo la democracia directa de las asambleas y de la autoorganización del proletariado, que sigue existiendo, por mucho que pese a todos sus sepultureros, se sitúen a derecha o izquierda del capital.
GUILLAMÓN, Agustín: La revolución de los comités. Hambre y violencia en la Barcelona revolucionaria. De julio a diciembre de 1936. Aldarull y El grillo libertario, Barcelona, 2012.
Otras obras del Autor:
Barricadas en Barcelona, Espartaco Internacional, 2007.
Los comités de defensa de la CNT en Barcelona (1933-1938). Aldarull, 2011. (En preparación la tercera edición, modificada y ampliada)
Librerías donde pueden encontrarse estos libros y los cuadernos de Balance:
Aldarull. Torrent de l´Olla, 72 (Gracia). Barcelona.
Anónims. Ricomá 57 de Granollers.
La Ciutat Invisible. Riego 35 (Sants). Barcelona.
El grillo libertario. c/. Florida 40. Cornellá.
La Malatesta, calle Jesús y María 24 de Madrid
La Rosa de Foc. Joaquín Costa, 34. Barcelona.