Tras el famoso “atado y bien atado” se ocultaba algo más que una simple declaración de intenciones de esa especie de príncipe de las tinieblas que murió en la cama dejando en el poder al que era su sucesor a título de rey desde el año 1969.
El dictador máximus que tenía a gala responder sólo ante Dios y ante la historia no sólo consiguió categorizar su objetivo sino que logró que la transición que daría lugar a la Monarquía del 18 de Julio se construyera garantizando la impunidad total para juzgar los crímenes del régimen. Esta es una de las principales conclusiones del fallo del Tribunal Supremo en la causa contra el ex juez Baltasar Garzón por tratar de investigar las desapariciones forzadas del franquismo.
El dictador máximus que tenía a gala responder sólo ante Dios y ante la historia no sólo consiguió categorizar su objetivo sino que logró que la transición que daría lugar a la Monarquía del 18 de Julio se construyera garantizando la impunidad total para juzgar los crímenes del régimen. Esta es una de las principales conclusiones del fallo del Tribunal Supremo en la causa contra el ex juez Baltasar Garzón por tratar de investigar las desapariciones forzadas del franquismo. Una sentencia que por su funambulismo argumental parece formulada a cuatro manos, dos desde la perspectiva de aquellos magistrados que parecen ampararse en el imperativo legal y otro par ejecutante de la parte concebida como tributo a la obediencia debida.
El auto por el que, casi por unanimidad (seis votos a favor y uno en contra), la Sala Segunda del Supremo absuelve a Garzón por abrir un procedimiento en la Audiencia Nacional para juzgar los crímenes de la dictadura tiene algo de estrafalario bumerán doctrinal. En un texto de 63 páginas, que incluye la sentencia principal, un voto concurrente y otro particular adverso, el ponente de la sentencia reconoce que en la actualidad hay abundante arsenal jurídico para catalogar como delitos contra la humanidad los hechos denunciados, y achaca a la impericia procesal y a las propias contradicciones del instructor que la causa no haya prosperado. En concreto, viene a insinuar que una inadecuada calificación del posible delito por parte de Garzón atrajo sobre el procedimiento la concurrencia eximente de “extinción de responsabilidad penal por muerte, prescripción o amnistía” que el principio de legalidad del ordenamiento jurídico español contempla para casos no tipificados como “delitos contra la humanidad”.
Admitiendo que “la búsqueda de la verdad es una pretensión tan legitima como necesaria”, el fallo dice que “el auto de 16 de octubre de 2008 no llega a calificar los hechos de delito contra la humanidad”, sino de “delito permanente de detención ilegal sin ofrecer razón del paradero de la víctima en el marco de crímenes contra la humanidad”. Una suerte de constructo de delito por aproximación que, a decir del Tribunal Supremo, hace que sobre él recaigan los condicionantes de irretroactividad y prescripción que informa el artículo 9.3 de la Constitución de 1978 y el 131 y 132 del vigente Código Penal.
Razonan los magistrados, en base a esa normativa, que dado que los hechos investigados abarcaban desde 1936 a 1952, y puesto que las diligencias de Garzón se iniciaron en 2006, se ha superado con creces el máximo de vigencia de 20 años que establece la ley. Añadiendo además que el tipo agravado de detención ilegal no apareció en el código hasta 1944, tutelando por tanto únicamente 8 años del periodo objeto de instrucción.
Parecida digresión utilizan los magistrados a la hora de argumentar sobre la improcedencia de la investigación por estar amparada por la Ley de Amnistía de octubre de 1977. A este respecto, sorprende que en su refutación el auto dedique párrafos enteros para informar que dicha disposición legal en ningún caso debe entenderse fatalmente como una ley de punto final. Así, argumenta a contracorriente que “una ley de amnistía que excluya la responsabilidad penal puede ser considerada como una actuación que restringe e impide a la víctima el recurso efectiva para reaccionar frente a la vulneración de un derecho”. Y seguidamente, tras recordar que la facultad de derogar leyes compete en exclusiva al Legislativo y no a “los jueces sujetos al principios de legalidad”, enumera los múltiples casos en que desde distintos ámbitos internacionales se hicieron llegar “recomendaciones al Estado español para derogar la Ley de Amnistía” o recordatorios sobre la imprescriptibilidad de los delitos y violaciones de derechos humanos. A saber: Resolución 828 de 26 de septiembre de 1994 del Consejo de Europa; Observación General 20 del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas de 10 de marzo de 1992 y Comité de Derechos Humanos, 94 periodo de sesiones, Observancia final número 5 sobre España.
Junto a estas manifestaciones de garantismo jurídico de última generación, y como si ahora la carga de la prueba procediera de otra galaxia ideológica, el texto se enzarza en una loa al proceso de transición política ajena por completo a la problemática analizada, a riesgo incluso de incurrir en notorias falsedades históricas con el evidente propósito de blindar institucionalmente la argumentación jurídica de fondo. En este sentido, por ejemplo, proclama que “la ley de amnistía fue promulgada con el consenso total de las fuerzas políticas en un periodo constituyente surgido de las elecciones democráticas de 1977”, cuando la realidad aún no desvirtuada por el revisionismo en boga es bien distinta. Porque jamás hubo periodo constituyente propiamente dicho sino en su lugar un simple decisionismo político; la ley de amnistía, “que amparaba los delitos y falta de intencionalidad política y de opinión”, era preconstitucional y las elecciones del 15 de junio 77 carecieron del mínimo democrático al perpetrarse habiendo aún presos en las cárceles y excluyendo fácticamente a aquellos partidos que como el Partido Carlista y Esquerra Republicana de Catalunya no comulgaban con el obligado “atado y bien atado” del trasvase sucesorio. Lagunas todas ellas de enorme calado antidemocrático porque, por un lado, con la Carta Magna en vigor no se habrían validado unos comicios que vulneraban el pluralismo político predicado en la norma (artículos 1.1 y 6 de la C.E.) y aún menos se habría compulsado que un gobierno cooptado de unas Cortes con mayoría neofranquista y presidido por el antiguo vicesecretario general del Partido Único promulgara una ley de amnistía de parte.
En este terreno la sentencia rinde tributo a los principios ideológicos sobre los que se formuló el cliché del famoso consenso, reiterando la injusta, arbitraria e insostenible equivalencia entre víctimas y verdugos con la manoseada excusa del riesgo de enfrentamiento civil. Remedando al engendro del Diccionario Biográfico confeccionado por la Academia de la Historia, los seis magistrados que firman la absolución a Garzón sostienen que en la guerra “hubo episodios de gran violencia, motivados, en ocasiones, por una revancha fratricida”. Y a reglón seguido, haciendo suyo el Informe de la Comisión Interministerial de julio de 2006 sobre el estudio de la situación de las víctimas de la guerra civil y del franquismo, concluyen, no sin cierta dosis de cinismo memorialista, que “en los dos bandos se cometieron atrocidades que en la cultura actual, informada sobre la vigencia y expresión de los derechos humanos, serían propios de delitos contra la humanidad”.
Seguramente el párrafo anterior ha sido redactado a modo de toque de atención sobre el errático comportamiento de Baltasar Garzón al aplicar diferentes varas de instruir a una mismo caso con diez años de diferencia, el periodo que va que el 16 de diciembre de 1998 rechazara por improcedente la denuncia de la matanza Paracuellos (con hipotético justiciable vivo) a la investigación de los crímenes del franquismo (sin justiciables presentes) una década más tarde. Este aparente dislate, que irónicamente el tribunal atribuye al “cambio de opinión jurídica sobre los hechos y a la fuerza expansiva de los derechos humanos en los últimos tiempos”, le sirve para dejar en evidencia la negligencia jurídica de Garzón al colegir que “en todo caso, el contenido del auto de 16 de diciembre de 1998 era correcto al afirmar en los hechos la vigencia de la ley de amnistía y la prescripción de los hechos”.
Pero más allá del ajuste de cuentas a que el fallo somete a Garzón, la realmente curioso es la contumacia con que reconoce a todo lo largo del punto cuatro de los Fundamentos de Derecho que estamos ante “denuncia de delitos contra la humanidad” que no procede por defectos de forma y su consiguiente sometimiento al principio de legalidad vigente. Y no se trata de simples apuntes a vuela pluma, sino de autenticas perlas jurídicas. De manera que tan pronto admite la sentencia que “En España la doctrina que ha estudiado nuestra transición (…) la ha calificado como un proceso de impunidad absoluta con indemnización a las víctimas”, como se extiende en una tortuosa e inconsecuente sintaxis jurídica al afirmar que “los hechos anteriormente descritos, desde la perspectiva de la denuncias formuladas, son de acuerdo a las normas actualmente vigentes delitos contra la humanidad, en la medida en que las personas fallecidas y desaparecidas lo fueron a consecuencia de una acción sistemática dirigida a su eliminación como enemigo político”.
Contemplado en su globalidad, el auto que absuelve de prevaricación a Baltasar Garzón por investigar los crímenes del franquismo parece un hibrido que, según el color con que se interprete, podía dar lugar a verlo como la definitiva ley de punto final sobre los hechos o, siendo ingenuos y creyendo leer entre líneas el inconsciente deseo de algunos magistrados de no comprometer su reputación progresista, como una puerta abierta a una futura catarsis reparadora a través de futuras comisiones de la verdad en foros más altos y realmente humanitarios.
Lástima que el hecho cierto y constatable de que las inicuas sentencias dictadas por los tribunales de excepción del franquismo persistan en el corpus legal de la democracia sólo permita tomar en consideración esta última versión como un deseo motivado. Porque, en puridad, lo único que queda claro, aparte de la radical ilegitimidad de origen de un sistema fundado sobre la impunidad criminal de toda su trayectoria, es que cualquier posible remoción pasa por una movilización popular nacional e internacional que cambie el statu quo y obligue a las fuerzas políticas y sociales a emprender el camino de la ruptura democrática como auto-de-terminación. ¿Tomarán el testigo de la derogación de las leyes de la impunidad los partidos de izquierda parlamentaria y los sindicatos de clase que han apoyado urbi et orbi a Baltasar Garzón o inconsecuentemente volverán a negociar al mejor postor su verbalización como ocurrió en los infames pactos de la transición?
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid