Cuando se cumplen 30 años de las primeras elecciones libres (que no democráticas, como pretende la versión oficial, puesto que no estaban legalizados todos los partidos), las banderas que creíamos definitivamente arriadas vuelven por donde solían. Una nueva ola de patriotismo amenaza otra vez con inundarlo todo, catequizándonos de paso. No sólo desde la derecha-caverna se incita a mostrar la enseña como arma arrojadiza. La falta de una auténtica cultura ciudadana activa (o sea, cultura sin más) está haciendo estragos a diestra y siniestra. Como en los momentos estelares de la Dictadura, el deporte nacional es blandir a pecho descubierto el pendón que dicen nos identifica como españoles de pro. En el Día de la Hispanidad – Día Fuerzas Armadas (que sigue siendo el Día de la Victoria, porque siempre desfilan tropas que están guerreando en alguna zona del mundo), en los chasis de los coches (con o sin toro de Osborne) y a modo de pulsera, la gente de orden la lleva y lo pasea, impasible el ademán. Es su peculiar ofensiva para exorcizar la supuesta ruptura de la unidad de España. O al menos eso cuentan quienes en la clase política, eclesiástica y empresarial se sienten cancerberos de sus esencias.
Sin embargo, la realidad es otra. La nueva oleada patriótica que nos invade remite al pasado puro y duro. Es franquismo maquillado, reacción y revancha. La forma de movilización con que las castas que el Arca de Noé del consenso puso a salvo intentan mantener sus privilegios, posiciones e intereses, el statu quo del que vienen disfrutando sin interrupción desde el primer franquismo de fusta y correaje. Por eso tocan a rebato envolviéndose en la bandera. Temen que la nueva percepción que se abre entre la juventud sobre la naturaleza de aquella transición “atada y bien atada” termine por desenmascararles y frustre su negocio. De ahí este alzamiento-cruzada rojo y gualdo. No se trata de la tan manoseada lealtad constitucional. Mal podría ser con un Jefe del Estado que juró los Principios de Movimiento pero no la Carta Magna. Son simplemente banderas de conveniencia. Como las que ondean en esos barcos que llevan una carga poco recomendable.
Por eso los abanderados toman como diana de su ofensiva la Ley de Memoria Histórica (LMH) que ha aprobado el Parlamento (incluso con el apoyo parcial del Partido Popular). Saben que la mejor defensa es un ataque preventivo, y sacan ese mar de trapos bajo palio como antes sus predecesores la artillería pesada y la guardia mora. Como banderín de enganche. Para hacer sentir su poder. Aunque saben perfectamente que la LMH del PSOE es otra triquiñuela de esta transición de nunca acabar, y que, a efectos jurídicos, representa una ley de punto final. En eso, esta norma sigue los pasos de la amnistía del 77. Aquella se vendió como un gran esfuerzo de reconciliación entre españoles, pero en realidad (el nuevo alzamiento de banderas, estampitas y pensamiento único conservador lo está demostrando) era una autoamnistía como la copa de un pino. Algo que sitúa a verdugos con quinquenios y víctimas al mismo nivel, juntos y revueltos, tratados de igual a igual, sin distingos ni diferencias, no puede ser más que la materia con que los poderosos trapichean su impunidad.
Y ahora, en la versión ZP, además con mártires que llevarse a los altares y a los libros de texto, haciendo bueno el dicho de que la historia siempre la escriben los vencedores. O sea, justificando el carácter de Cruzada de aquel siniestro golpe militar que duró casi cuatro décadas y designó a dedo el tipo de democracia vigilada que habríamos de “disfrutar”. Qué tiene de extraño, pues, que en este contexto de fervor patriótico e insultos a la inteligencia los dirigentes del primer partido de la oposición (la mitad del electorado) afirmen que “el franquismo era una situación de placidez”, la iglesia siga sin condenarlo y la prensa presuntamente seria asegure que revolucionarios y facciosos usaban los mismos métodos. Son banderas de conveniencia.
Eran éstas las mismas divisas que, con la excusa de la crisis económica, enseñaron en octubre de 1977 los partidos políticos y la oligarquía para justificar la firma de los Pactos de la Moncloa. Unos acuerdos que servirían para inocular la cultura del consenso y la concertación al servicio del capital en el hasta entonces combativo mundo laboral. Pactos preconstitucionales que, firmados por los partidos políticos del trágala reformista, impusieron a los trabajadores, entre otros avances, que los salarios fueran por detrás de la inflación. De aquellos vientos vinieron estos lodos : una democracia sin demócratas.