De un tiempo a esta parte se revela en labios de muchos la defensa de lo que ha dado en llamarse pactos de Estado. Pareciera como si a su amparo quedasen ilustradas por igual la voluntad de alcanzar acuerdos y la conciencia de la hondura de problemas como la organización territorial o la educación. Otra cosa es, claro, lo que se barrunta por detrás de las propuestas que nos ocupan, a menudo un socorrido recurso para presumir de virtudes aun en ausencia de designio alguno encaminado a demostrarlas.
El lector permitirá que, en la estela de tantos ofrecimientos generosos, me sume a la carrera y reclame un pacto de Estado para la solidaridad. Aclararé que no me refiero ahora a la dimensión interna de ésta —al manido debate que mantienen, para entendernos, las comunidades autónomas—, sino, antes bien, a la acuciante realidad de los países más pobres. Sabido es que en este terreno se han dado cita una aparente conciencia popular de lo que supone la pobreza en el planeta y las presiones ejercidas por muchas organizaciones, con resultado principal en una demanda de incremento de los niveles de ayuda. Sabido es también que los logros alcanzados al respecto han sido livianos : si el Partido Popular, a la sazón en el gobierno, emplazó la ayuda oficial en un 0,23% de nuestra riqueza, las promesas del Partido Socialista en el sentido de situar aquélla en un 0,50% parecen sometidas a cortapisas que, cada vez más severas, invitan a asumir un cauto pesimismo.
No hay que ir muy lejos para explicar lo que tenemos entre manos. La lógica electoral que envuelve a nuestras sociedades reclama de las fuerzas políticas que vuelquen toda su atención en la mejora, supuesta o real, del nivel de vida de los votantes. Éstos respaldarán a una u otra fuerza cuanto más aprecien en ella un compromiso con esa mejora. Olvidemos ahora que la determinación de lo que es el nivel de vida, el bienestar, de la ciudadanía configura una cuestión espinosa : la simple identificación de aquél con el consumo parece, por ejemplo, poco convincente. Agreguemos, también, que hay que liberarse de ingenuidades en lo que se refiere al designio que guía a tantos políticos : aunque algo procuren hacer para satisfacer las presuntas demandas de la ciudadanía, muy común es que defiendan, también, intereses privados muy precisos. No está de más que rescate un ejemplo madrileño de estas horas : la faraónica obra de enterramiento de una de las autovías que cruzan la ciudad, la célebre M-30, retrata de modo fidedigno las dos dimensiones que acabamos de invocar. Mientras, por un lado, obedece al declarado propósito de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos —cuya mayor preocupación sería, según se nos cuenta, la fealdad de la autovía en cuestión, aun a costa de comprometer durante años el presupuesto municipal en una ciudad en la que faltan tantas cosas—, por el otro no sería razonable que olvidásemos el saludabilísimo negocio que la operación acarrea para tantas empresas constructoras…
Si lo dicho afecta a los partidos, no es muy diferente el panorama que ofrecen los ciudadanos de a pie. Cuando, un tanto patéticamente, el ex presidente Aznar señalaba que su objetivo mayor estribaba en colocar a España en el club de los países más ricos no hacía sino verbalizar una querencia que asalta, por desgracia, a la mayoría de sus conciudadanos : éstos, decididos a rechazar con firmeza, tres años atrás, una agresión norteamericana en Iraq, se muestran manifiestamente renuentes, en cambio, a aceptar una reducción de sus ingresos realizada con la vista puesta en propiciar una masiva y restitutoria transferencia de recursos a los países más pobres. No nos engañemos en demasía con los ocasionales espasmos de solidaridad —la verificada ante el tsunami de hace un año, por ejemplo— que parecemos protagonizar.
Aunque como sujetos individuales somos fundamentalmente egoístas, acaso aceptaríamos de buen grado, sin embargo, y a esto voy, una acción de los poderes públicos. Porque, si la conciencia popular fuese razonablemente honda —y no hay por qué pensar, pese a todo, que no lo es—, bien podría traducirse en una presión para que las fuerzas políticas aparcasen eventuales diferencias en lo que atañe a la ayuda a los países más pobres y optasen, pacto de Estado de por medio, por incrementar espectacularmente ésta. En el caso de que tal fuera la conducta de los principales contendientes electorales, un elemento clave para explicar la miseria del momento presente —el designio de no promover un incremento sustancial en las ayudas porque ello se traduciría en una merma en la oferta de ventajas para los votantes de la que podrían sacar provecho los competidores— se desvanecería. A efectos de justificar esta opción bien podríamos invocar, de paso, el interés general, de la mano de la idea de que, en el medio y en el largo plazo, y más allá de inequívocos razonamientos de justicia, es rentable acrecentar los niveles de ayuda y facilitar, por ejemplo, que muchos de los inmigrantes que llegan a nuestras costas permanezcan —a buen seguro es lo que desean— en sus lugares de origen.
Imaginemos que un país que presume de un puñado de registros nada edificantes tomase con ventaja la delantera —dejando muy atrás ese mezquino 0,7%— en lo que se refiere al despliegue de ayuda a los más pobres de los habitantes del planeta. Tendríamos entonces, por cierto, algo sólido a lo que agarrarnos quienes nos sentimos abrumados con la miseria general que impregna la vida en este rincón del planeta.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
Fuente: Carlos Taibo