Este octubre estuve una semana en Buenos Aires para conocer el movimiento obrero de recuperación de fábricas que se desarrolla allí.
Durante la reciente debacle económica argentina, provocada por la globalización corporativa, los trabajadores a menudo se enfrentaban al desastre más absoluto cuando sus empresas quebraban. Para mantener un salario y evitar una situación económica desesperada en algunos casos, los trabajadores de empresas quebradas decidieron recuperar sus empresas y convertirlas de nuevo en viables a pesar de que sus propietarios hubieran sido incapaces de hacerlo.
Este octubre estuve una semana en Buenos Aires para conocer el movimiento obrero de recuperación de fábricas que se desarrolla allí.
Durante la reciente debacle económica argentina, provocada por la globalización corporativa, los trabajadores a menudo se enfrentaban al desastre más absoluto cuando sus empresas quebraban. Para mantener un salario y evitar una situación económica desesperada en algunos casos, los trabajadores de empresas quebradas decidieron recuperar sus empresas y convertirlas de nuevo en viables a pesar de que sus propietarios hubieran sido incapaces de hacerlo.
Ignorando la oposición del Estado, la competencia agresiva, el material obsoleto, y la caída de la demanda, los obreros han recuperaron de este modo unas 190 empresas en los últimos cinco años. Según nos dijeron en nuestra visita, en cada empresa ocupada no sólo se fue el propietario capitalista, sino que también se fueron los profesionales y trabajadores cualificados como gestores e ingenieros. Mientras los empleados privilegiados vieron que sus perspectivas de futuro serían mejores buscando en otro sitio en vez de aguantar en un barco que se hundía, los trabajadores manuales o poco cualificados no tenían más opción que recuperar las fábricas o caer en el desempleo. Por lo tanto, hasta el momento las ocupaciones en Argentina, como nos dijo un activista muy concienciado, “no han sido actos ideológicos o que respondieran a un plan revolucionario”. Han sido más bien “actos desesperados de autodefensa”. Sin embargo, y esto es lo más interesante, lo que resulta provocador e inspirador, después de conseguir el control de una empresa, lo cual normalmente requería una lucha de muchos meses para vencer la resistencia política del Estado, y después de hacer funcionar las fábricas durante un tiempo, los proyectos de recuperación se han vuelto cada vez más imaginativos.
Además de oír hablar de la situación general del “movimiento de fábricas recuperadas”, visité un hotel ocupado, una fábrica de helados, otra de cristales y un matadero, todos ellos recuperados por sus anteriormente obedientes y poco cualificados trabajadores manuales, en la mayoría de los casos con poca educación y a veces incluso analfabetos.
En cada una de estas fábricas, cuyo tamaño iba desde 80 hasta 500 trabajadores, así como en el resto de fábricas recuperadas por los trabajadores, éstos ponían en marcha rápidamente una asamblea de trabajadores como órgano supremo de decisión. En esas asambleas, cada trabajador tiene un voto y la mayoría establece las políticas generales de la empresa. Los trabajadores llaman autogestión a este proceso y cada fábrica decide sus propias normas y relaciones.
Sin embargo, casi inmediatamente, en la mayoría de las fábricas ocupadas “los trabajadores igualaban todos los salarios con el mismo sueldo por hora”. Las empresas que no lo hacían tendían a permitir “salarios ligeramente superiores para los que llevaban más tiempo en la empresa y ligeramente inferiores para los que acababan de entrar”. Además, recientemente ha surgido la discusión sobre los incentivos. ¿De qué tipo deberían ser ? Algunas fábricas han optado por pagar más por el trabajo intelectual y de gestión. Otras han pagado más por el trabajo más duro. No obstante, la mayoría permanece con el mismo salario para todos. Todos han empezado a preguntarse cómo se puede ser justo y “también tener incentivos para trabajar más”. Aun donde el trabajo más pesado no se pagaba más, como ocurría en la mayoría de sitios, nos dijeron que existía mucha preocupación por que la gente que ocupaba esos trabajos peores “tuvieran oportunidades y formación para hacer trabajos más interesantes” y que se había reducido la tendencia a negarse a compartir los conocimientos, porque todos veían la mejora de los demás como buena para todos, y no sólo buena para el propietario.
Aunque nos dijeron que ciertas tareas asociadas específicamente al control capitalista ya no eran necesarias, también nos dijeron en todas las fábricas recuperadas que “muchas otras tareas interesantes de tipo organizativo o ejecutivo, que hacían antes profesionales, las habían tenido que hacer los trabajadores que quedaban”. Así, una parte de los trabajadores se ha ocupado de hacer esas nuevas tareas, a veces incluso alfabetizándose previamente.
Cuando les pregunté a los activistas si había una división del trabajo en las fábricas como en las empresas capitalistas, con una quinta parte de los empleados haciendo básicamente tareas intelectuales, agradables, y las otras cuatro quintas partes haciendo los trabajos pesados y repetitivos, incluyendo el hecho de que los primeros dominaran a los segundos al ser capaces de marcar el orden del día, dominar el debate y en general hacer cumplir su voluntad, las respuestas que obtuve tendieron a aceptar que existía esta diferencia y luego hablaban de la necesidad de inducir a los trabajadores a participar más no sólo en discusiones sobre salarios sino en el resto de los asuntos. Las respuestas no parecían reconocer que había un impedimento estructural que dificultaba la participación, y no sólo viejos hábitos. Pero cuando insistía, los activistas aceptaban que la antigua división del trabajo iba en contra de los impulsos igualitarios, aunque la única solución que se les ocurría es que más trabajadores manuales aprendieran a hacer trabajos de gestión. No caían en la cuenta de que no habría suficientes trabajos de ese tipo para todos a no ser que hubiera un cambio en el sistema de trabajo, de forma que todos tuvieran una parte de tareas interesantes.
Por ejemplo, en la fábrica de helados que visitamos sólo había dos mujeres trabajadoras. Una de ellas era la tesorera. Al preguntarle qué categoría tenía, al principio fue incapaz de imaginar de qué le estaba hablando pero, cuando entendió lo que quería decir, dijo “por supuesto soy una trabajadora como las demás”. Esto era obvio para ella. Mi pregunta era tan ridícula como si le hubiera preguntado de qué sexo era. Además de sentirse como una trabajadora más, cobrar como el resto de trabajadores y tener un voto como los demás, resultó que esta tesorera sólo se ocupaba durante medio día de la contabilidad, apoyando su incredulidad. El otro medio día trabajaba también en la cadena de montaje. Sin embargo, su caso no era típico. Mis preguntas mostraron repetidamente que compartir los antiguos trabajos con nuevas tareas más enriquecedoras no era la única, ni tan sólo la más típica, forma de llevar a cabo las tareas de gestión. Por el contrario, a menudo había gente cuyo trabajo era totalmente intelectual, sin pasar ningún tiempo en la cadena de montaje o trabajos equivalentes. Es más, la mayoría de gente en las fábricas recuperadas continuaba haciendo el mismo trabajo que antes, sin haber conseguido nuevas tareas más atractivas. En otras palabras, la mayoría de la gente continuaba haciendo hora tras hora trabajos abrumadoramente repetitivos, aunque ahora en un contexto muy diferente.
Al preguntarle si ganaba un sueldo diferente al resto de trabajadores, la tesorera / ensambladora contestó “no, gano lo mismo, por qué iba a tener un sueldo diferente ?”. Al continuar con la charla, esta mujer y otros de la fábrica de helados (y de las otras fábricas que visitamos) nos dijeron que “aunque no se castiga a los trabajadores por vagancia ni se les paga más si trabajan más, al que se escaquea se le reprende en la asamblea”. De la misma forma nos contaron que había habido despidos por “alcoholismo, violencia, etc.” bajo los auspicios de la asamblea en pleno. Resumiendo, en casi todas las fábricas los trabajadores debían cumplir con el resto de compañeros, lo cual en la práctica significaba que la gente tenía que hacer sus tareas de forma competente y contribuir todo lo que dieran de sí sus capacidades, según las entendía la asamblea en pleno. O, en otras palabras, mandando los trabajadores, o haces tu parte según tus capacidades o te lo echan en cara.
Al preguntarle si ella era diferente de alguna forma al resto de trabajadores, o si otros podrían también llevar la contabilidad que estaba orgullosa de llevar, la tesorera respondió “claro que la pueden llevar otros”. Todos los demás estuvieron de acuerdo en que “sí, claro que cualquiera podría llevar la contabilidad o al menos cualquiera podría hacer algún tipo de trabajo intelectual ”. Pero cuando les preguntaba por qué sólo ella y dos personas más de la fábrica hacían el trabajo de gestión mientras la mayoría de trabajadores de la fábrica sólo hacía tareas pesadas y repetitivas, ni la tesorera ni ningún otro trabajador con los que hablamos consideró que tal división fuera un error, al menos antes de preguntarles. “Todos somos trabajadores”, decían, “todos somos amigos. Compartimos la alegría y los resultados de nuestro esfuerzo conjunto”. Mientras trabajaran duro, dieran todo lo que podían y ganaran lo mismo, no parecían sentir que importara nada quién hacía qué. Pero es importante recordar que, aunque hablamos con los trabajadores, fue siempre, sin excepción, con los trabajadores que hacían las tareas más intelectuales.
En entrevistas más largas, los activistas involucrados con el movimiento que llevan tiempo examinando su evolución estuvieron de acuerdo en que una división persistente entre trabajadores más intelectuales y menos intelectuales era problemática y que era algo a superar no fuera que echara para atrás lo que se había conseguido, pero no tenían ningún plan específico para conseguir ese cambio y, en general, indicaron que la preocupación mayor era salir adelante y conservar los empleos.
En el matadero que visitamos, más allá del grupo de trabajadores que hacía tareas interesantes, nos dijeron que la asamblea de casi 500 trabajadores había elegido un consejo de 8 personas para ocuparse de la administración diaria. Charlamos con esos 8 trabajadores que antes eran trabajadores manuales pero ahora hacían tareas de gestión y que, además, habían sido votados por la asamblea. Nos informaron de que su salario no había variado al convertirse en miembros del consejo. Tampoco había cambiado al pasar a hacer trabajos más intelectuales.
Mirábamos con cierta aprensión la cadena de despiece de las vacas. Cada trabajador en la cadena hacía una y otra vez un mismo movimiento de corte, constituyendo la suma de sus trabajos el despiece de cada vaca en trozos para su tratamiento posterior. La asamblea de trabajadores había cambiado las condiciones de trabajo, de forma que los trabajadores tuvieran mucho tiempo libre, distribuido durante el día, para aliviar el estrés y la dureza de esos movimientos repetitivos. Sin embargo, la asamblea no había rediseñado el proceso del matadero para cambiar esas tareas y hacerlas menos repetitivas y alienantes, ni había pensado en ello, al menos por lo que pudimos colegir de nuestras charlas.
La fábrica de cristales que visitamos también tenía salarios iguales para todos y una asamblea de trabajadores al mando ; trabajadores que se veían a sí mismos como trabajadores aun cuando hacían funciones de gestión y planificación. Vimos cómo los trabajadores manuales se ocupaban de los hornos y acarreaban cristal hirviendo de una parte a otra, y nos explicaron que descansaban media hora por cada hora que trabajaban frenéticamente en el horno para mantener el ritmo de la cadena de trabajo. Esto suponía un gran cambio respecto al pasado capitalista, por supuesto, como lo era la igualación de salarios y la presencia de antiguos trabajadores manuales haciendo las tareas de gestión. Cuando pregunté en la fábrica de cristales si la gente que movía el cristal y se ocupaba del horno podía hacer más trabajo intelectual y menos trabajo manual durante parte del día, todo el mundo respondía “sí, claro que pueden, se ha hecho todo lo posible para que la gente que quiera pueda cambiar de trabajo, aprender cosas nuevas, etc.” especialmente ahora que “ya sabemos que todo el mundo puede hacerlo”. Y estaba claro que ésa era su intención, al menos hasta los límites de los roles impuestos por la división actual del trabajo.
A los miembros del consejo de la fábrica les pregunté qué ocurriría si se presentaran en la asamblea y dijeran que querían un mayor salario debido a que tenían más responsabilidad o mayores conocimientos. Se rieron y contestaron “nos echarían de nuestros puestos y nos devolverían a la cadena”. Yo insistí “de acuerdo, pero qué pasa si hacéis un trabajo más intelectual, más cualificado, durante cinco años, no podría ser que entonces obtuvierais mayor salario al ser más importantes para el funcionamiento diario, al saber más, al asumir más responsabilidad en las reuniones de la asamblea, etc. ?”. El presidente del consejo rió de nuevo y dijo “bueno, sí, eso podría ocurrir, estaría bien, no ?”. En posteriores charlas descubrimos que realmente en las reuniones de la asamblea eran los trabajadores que hacían las tareas más intelectuales, los tesoreros, etc, los que marcaban la agenda, dirigían la reunión y aportaban la información importante.
Quizá el intercambio más sorprendente, y en cierto sentido más preocupante, fue con el presidente electo de la fábrica de cristales y un par de compañeros suyos que también estaban presentes. Les pregunté si pensaban que los trabajadores de otras fábricas que no tuvieran problemas y estuvieran aún bajo el mando de un patrón podrían querer emular los logros del movimiento de recuperación e intentar conseguir el mando de sus fábricas y llevarlas ellos mismos, para hacerlas lugares dignos y para compartir equitativamente los beneficios. Sin dudarlo un instante todos dijeron que no.
Nos explicaron que los trabajadores de fábricas sin problemas temerían que ocupar sus fábricas más bien empeoraría que mejoraría sus condiciones, además de temer ser despedidos o reprimidos si no lo conseguían. Nos contaron que antes de luchar por tener control sobre sus vidas laborales, y conseguirlo, no se daban cuenta de la diferencia que supondría en su satisfacción personal el no tener jefes. Vehementemente, explicaban que su compromiso actual con el nuevo modo de funcionamiento, su origen y su fuerza, dependía de haber luchado por la fábrica y de haberla sacado adelante para sobrevivir, pero que antes no existía.
Les pregunté, “si mañana abro una fábrica aquí al lado y os ofrezco un trabajo en ella con el doble de sueldo, pero allí tendríais que trabajar bajo mi mando y el de mis gestores profesionales, ¿qué me diríais ?” Se rieron y contestaron “literalmente tendrías que matarnos para hacernos dejar nuestra fábrica para ir a trabajar a cualquier fábrica capitalista, sea cual sea el salario”. Entonces, les pregunté, “¿por qué no podríais contar vuestra historia a vuestros amigos que trabajan en otras fábricas y motivarles a llevar a cabo el mismo cambio ?”. Simplemente se encogieron de hombros. No lo veían probable y, lo que es peor, no estaba en sus planes.
En general, lo más sorprendente e inspirador de estas fábricas era el espíritu de los trabajadores. Estos sitios, lugares duros de trabajo, que se habían ido al infierno bajo mando capitalista y que a menudo tenían tecnología obsoleta o defectuosa, fueron recuperados con éxito y los trabajadores estaban orgullosos de ello. El nuevo éxito que el antiguo propietario no pudo obtener, se debía claramente en parte a la reducción de costes al eliminar sueldos inflados de profesionales y gestores, pero también al mayor esfuerzo de los trabajadores, provocado no sólo por no tener que aguantar el control de unos superiores sino por sentir que el sitio era suyo. Los trabajadores, está claro que disfrutaban no sólo de buenos salarios, sino de mejores condiciones y estatus, y sobre todo tenían un grado de dignidad y orgullo así como un nivel de preocupación y solidaridad comunitaria que según mi experiencia simplemente no existe en lugares de trabajo capitalistas. Esta mejora espiritual era palpable en todos los sitios que visitaba pero, desgraciadamente, también lo era el desinterés por ir más allá.
También nos contaron que había un fondo colectivo entre las fábricas para ayudar en los inicios de nuevas fábricas recuperadas, con el que se transfería dinero desde las fábricas más asentadas a las que inicialmente les costaba arrancar. Nos dijeron que había también un intento de comerciar entre ellas fuera del mercado, guiados más bien por la solidaridad y los valores sociales. Pero al preguntarles en detalle, los trabajadores de las fábricas ocupadas informaban de que, quisieran o no, tenían que luchar por su cuota de mercado. Al principio, resultó terriblemente difícil, dijeron, puesto que otras empresas que compraban sus productos no lo veían claro, pero con el tiempo fueron capaces de “reducir los costes, producir con calidad y encontrar clientes”. Discutiendo esto estaba claro que la competencia del mercado tenía una poderosa influencia en el rango de decisiones posibles que la autogestión podía tomar. Las asambleas de trabajadores no podían poner en marcha muchas mejoras en las condiciones laborales porque otras empresas, con gestores para aumentar el ritmo y reducir los costes, podrían ganarles el mercado. Este efecto debilitante de los mercados no había sido capaz aún de alterar las inclinaciones humanitarias de los trabajadores pero claramente era un freno en su profundización y ya estaba disminuyendo las innovaciones en ese sentido.
No soy capaz de ver cómo nadie, sin importar sus expectativas previas, podría examinar estas fábricas recuperadas de la Argentina y negar las lecciones obvias que transmiten. La sociedad capitalista infrautiliza espantosamente a la mayoría de la gente, dándole sólo trabajos horribles y repetitivos, frenando su confianza, creatividad e iniciativa hasta que creen que sólo pueden o deben hacer tareas humildes y repetitivas. A esto le llaman educación, pero en realidad es degradación.
El movimiento de fábricas recuperadas en Argentina muestra que en cuestión de meses, después de haber sido machacados toda su vida, aún cuando son semianalfabetos, los trabajadores pueden llevar a cabo tareas supuestamente inasequibles para ellos y hacerlas de forma efectiva y honrosa. Igualmente, las fábricas argentinas recuperadas demuestran el poderoso y espontáneo deseo de la gente que no ha sido socializada en mentalidades elitistas, de repartir el poder y compartir el salario de forma equitativa, en vez de dominar o ser dominado.
Más allá de estas lecciones clave, sin embargo, se pueden percibir cosas diferentes al examinar las fábricas recuperadas en Argentina. Por ejemplo, yo percibí que, sin cambiar la división del trabajo, de forma que todos los trabajadores compartan las tareas más agradables e intelectuales, los impulsos profundamente igualitarios y participativos de estas fábricas tenderán a declinar y a cambiarse. Si un grupo relativamente pequeño de trabajadores, aún cuando hayan salido de la misma base en cada fábrica, aún cuando hayan sido votados libremente para sus nuevos puestos, se dedica a hacer las tareas intelectuales mientras el resto de trabajadores continúa haciendo sólo las mismas tareas repetitivas que antes, con el tiempo, ese grupito dominará las discusiones de la asamblea, marcará el orden del día, impondrá su voluntad respecto a las políticas a seguir, y finalmente acabará concediéndose mejores salarios y mejores condiciones laborales también.
En resumen, a pesar de las intenciones casi universalmente igualitarias, los empleados separados del resto por una división del trabajo que les da más estatus, conocimientos, habilidades y confianza que los que siguen haciendo sólo trabajo manual, se convertirán en lo que sinceramente han intentado eliminar, una nueva clase dominante, esta vez no de propietarios sino de empleados de mayor nivel, lo que yo llamo coordinadores, y en cualquier caso mandarán desde arriba al resto.
Los proyectos de defensa de los lugares de trabajo en Argentina, que siguen creciendo cada mes, empiezan sin patrones y sin una “clase coordinadora” de trabajadores superiores. También empiezan con un enorme deseo no sólo de salir adelante como empresa sino de compartir los beneficios de ese éxito de forma equitativa, a través de salarios iguales, mejores condiciones, toma de decisiones democrática y gestores que deben responder ante la asamblea. Pero, si la vieja división corporativa del trabajo persiste en estas fábricas recuperadas, me parece evidente que, con el tiempo, todas las innovaciones deseables dependerán de la buena voluntad y las inspiraciones humanitarias, que chocarán, y eventualmente perderán, contra la diferencia estructural entre unos pocos que hacen trabajo intelectual y la mayoría que hace trabajo repetitivo. Por otro lado, también parece evidente que si los trabajadores fueran tan conscientes sobre la necesidad de que todos hicieran trabajos enriquecedores como lo son de la necesidad de igualar los salarios, entonces sus aspiraciones de eliminar las clases no estarían sólo en sus corazones sino que serían estructuralmente potenciadas por una nueva división del trabajo que facilitaría y aumentaría esos logros en vez de ir en contra de ellos.
No obstante, aún existiría el problema del mercado y la economía en general, incluso en ese caso más deseable. Entender las implicaciones negativas del mercado para cada fábrica y ver qué cambios podrían reducir esos males y, con el tiempo, instaurar nuevas relaciones de asignación de recursos diferentes al mercado también debería convertirse en una prioridad para un movimiento que quiera trascender la situación actual. Empezar a contrarrestar las presiones del mercado también sería clave para revertir lo que nos pareció la característica menos admirable del movimiento argentino, su aislamiento en cada empresa y la aparente falta de deseo de los trabajadores de dirigirse a las fábricas no recuperadas y exigir cambios allí también.
Finalmente, me preocupó oír a los trabajadores explicar que si hubieran estado empleados en fábricas viables no habrían intentado dirigirlas ellos mismos, puesto que en ese caso la necesidad no les habría empujado y tampoco habrían entendido las desventajas de su posición anterior y las posibilidades de liberación. Me sonó a una prueba que alguien podría utilizar a favor del concepto de vanguardia por parte de unos pocos, que empujaran a la mayoría apática contra su falta de conciencia e inclinación. La única respuesta a eso, creo, no es negar los hechos que describen los trabajadores sino que debemos rechazar la solución “elitista” por ser contraria a nuestros objetivos más amplios y, por tanto, debemos exigir a los movimientos que piensen cómo motivar para la acción y cómo apoyarla en empresas viables, así como en las que quiebren, y cómo hacerlo no como un proceso de arriba hacia abajo que preservara la división en clases sino por un crecimiento en las bases que genere un activismo consistente con su eliminación. No sólo debemos vencer a los capitalistas, tenemos que conseguir una autogestión completa y verdadera para toda la economía.
Fuente: Michael Albert / Znet en castellano