Robert Fisk
La noche del jueves vi a libaneses dejando rosas y encendiendo velas en la calle de Beirut en la que "asesinaron" a Samir Kassir hace poco más de una semana. Quizá nunca sabremos quiénes fueron, aunque lo sospechamos. Gisele, la viuda de Samir, ya dijo que no confía en los investigadores policiales.
Robert Fisk

La noche del jueves vi a libaneses dejando rosas y encendiendo velas en la calle de Beirut en la que «asesinaron» a Samir Kassir hace poco más de una semana. Quizá nunca sabremos quiénes fueron, aunque lo sospechamos. Gisele, la viuda de Samir, ya dijo que no confía en los investigadores policiales.

Pero Líbano es un país educado, cuyos habitantes leen vorazmente y sus escritores les importan. Por tanto, fue bueno ver que el asesinato de un periodista pudo convocar a 200 personas que lamentaron su terrible fin y exigieron, como ya hicieron tras el asesinato del ex primer ministro Rafiq Hariri, conocer la verdad. También quieren que la calle Furn al Hayak sea rebautizada y lleve el nombre de Samir Hassir de An Nahar, cuyo auto estalló en ese lugar cuando él lo encendió.

Los 200 no son comparables al millón de libaneses que se manifestaron tras el asesinato de Hariri. Al parecer la proporción de periodistas respecto de ex primeros ministros es de uno por cada 5 mil. Pero de aquí surge la pregunta para quienes estamos en este medio : cuánto vale la vida de un periodista.

Samir escribía elocuentes pero brutales artículos contra la presencia siria en Líbano y contra las figuras oscuras del aparato de seguridad libanés que trabajaban para Damasco, lo cual, hay que asumir, fue la razón de su homicidio, al igual que su trabajo con la oposición política libanesa. Ciertamente, los libaneses tienen un largo e infame historial de periodistas muertos.

Entre los primeros «mártires de la prensa» del país figura Salim el Lowzy, quien dirigía la revista Hawadess. Había escrito contra los sirios y después de estar en Beirut para la boda de su hija, en 1976, fue secuestrado cuando iba camino al aeropuerto para regresar a Londres. Cuando fue hallado el cuerpo, su mano derecha -con la que escribía- había desaparecido ; se la quemaron con ácido. Todos nos preguntamos si le hicieron esto antes o después de muerto.

Demasiados colegas han muerto aquí. Un amigo alemán que investigaba sobre el tráfico de armas palestino para la revista Stern recibió amenazas telefónicas, en las que le decían que se fuera de Líbano. Rehusó hacerlo, y una noche que llegaba a su casa le dispararon frente a su esposa. Es casi seguro que el asesino era miembro del comando general del Frente Popular para la Liberación de Palestina.

Recuerdo una soleada mañana de marzo, en 1985, cuando me despedí de mis amigos Teswfiq Ghazawi y Bahij Metni, de la televisora estadunidense CBS, antes de irnos en direcciones opuestas durante una batalla entre el ejército israelí y Hezbollah, en el sur de Líbano.

El disparo de un cohete israelí me hizo volar a través del umbral de la entrada de una casa, sin herirme. Pero el mismo tanque lanzó otro proyectil a una calle vecina, donde filmaban Teswfiq y Bahij. Después vi lo que quedó de ellos, despedazados, en la morgue de Sidón. Los pobladores tuvieron que retirar su carne de las paredes durante las siguientes 24 horas.

Algunos colegas murieron por actuar imprudentemente. Sean Toolan, de The Observer, sostenía un amorío con la esposa de un hombre de negocios palestino. Una noche, unos hombres lo detuvieron saliendo de un bar camino a su casa y lo mataron clavándole repetidamente un picahielo en la cara.

No estoy seguro de por qué, pero siempre sigo poniéndome en el camino del peligro. No es que la guerra me cause algún placer retorcido y no soy adicto a la guerra. Los miles de cuerpos que he visto demuestran que la muerte está a sólo un latido del corazón de distancia. Pero «monitorear los centros del poder» (para citar la excelente definición del periodismo hecha por Amira Hass) y la misión de desafiar a los gobiernos implica ser testigo de la inmundicia de un campo de batalla. Para poder hacerlo hay que estar ahí.

Cada vez más de nosotros mueren en las guerras. Y temo que cada vez a menos gente le importa. Esto ocurre no solamente por las enormes pérdidas civiles con que se saldan nuestras guerras modernas. Los periodistas no merecen ser endiosados ni están por encima de los demás seres humanos (después de todo, si nos cansa la guerra podemos irnos a casa volando en clase ejecutiva, cosa que las masas oprimidas no pueden hacer). Pero este cambio en la percepción tiene que ver, sospecho, con la forma en que a demasiados de nosotros nos gusta posar para la cámara.

Nos ponemos el casco en la cabeza, desfilamos con chaleco antibalas frente a los tanques, y nos vestimos con los disfraces militares.

Inclusive recuerdo a un joven estadunidense que se apareció para cubrir la guerra del Golfo de 1991 -Lou Fontana, de WISTV, de Carolina del Sur, para mayores señas-. Traía botas camuflajeadas, con imágenes de hojas secas, compradas para el desierto en la tienda de artículos de cacería Barron’s Huntings. Cualquiera que haya visto alguna vez una fotografía del desierto, desde luego habrá notado la ausencia de árboles. Cabe esperar problemas aún más graves cuando los reporteros, además, van ostentosamente armados.

Aún recuerdo el escalofrío que sentí cuando vi aparecer en la pantalla a Geraldo Rivera, del canal Fox de noticias. Estaba en Afganistán, en 2001, y enarbolaba su pistola. Peor aún fueron sus palabras : «Me siento más patriótico que nunca en mi vida, ansioso de justicia, o quizá ansioso sólo de venganza», sentenció al mundo. «Y esta es una catarsis que me ha hecho revaluar lo que hago para ganarme la vida.» Esto fue la gota que derramó el vaso. El reportero convertido en combatiente.

Pero a Rivera no le correspondía retar a duelo mortal a Osama Bin Laden ni a nadie más. Su actitud era sólo un producto del negocio del espectáculo. Esta metamorfosis del periodista transformado en combatiente -que comenzó, supongo, en la guerra de Vietnam- ha avanzado a la par de la cultura de la autodenigración periodística, por parte de informadores que juzgan su profesión tan cínicamente como hacen sus lectores.

No debemos sentirnos importantes, pero al menos a mí me desagrada el constante uso del término «gacetillero». Desde luego no es para que nos consideremos «escribas», y estoy totalmente en favor de burlarnos de nosotros mismos. «Me voy a forjar a martillazos sobre el yunque de la literatura», solía decirles en broma a los fotógrafos de Ap durante la guerra civil en Líbano. Ellos me respondían diligentemente con un gruñido de fastidio.

Pero un «gacetillero» es una mano subarrendada, alguien que escribirá lo que sea por una libra esterlina, un caballo que cualquiera puede alquilar. Si queremos ser respetados, si queremos que se nos crea, ¿no deberíamos tratarnos con un poco más de respeto ?

La más reciente ceremonia de los Premios de la Prensa Británica, ejercicio de autodegradación que los editores de periódicos, con mucha razón, han decidido boicotear hasta que el acto revista alguna seriedad, ilustra las causas y consecuencias de este problema. Es un poco difícil denunciar estruendosamente las inequidades y mentiras de nuestros líderes políticos si andamos disfrazándonos de bufones de la corte.

Lo mismo sucede con la muerte. Es correcto hacer duelo por un periodista, pero la muerte de un «gacetillero» no es asunto que deba preocupar demasiado. Samir Kassir se tomaba en serio. Tomaba en serio el periodismo. No era un «gacetillero». Claro. Supongo que por eso fue que lo asesinaron.


Fuente: Robert Fisk | © The Independent | Traducción : Gabriela Fonseca