No puedo guardar más silencio. Estuve cuatro días con la Comunidad de Paz de San José de Apartadó. Quise viajar a la zona para documentar fotográficamente la búsqueda de sus líderes y familiares asesinados, en las veredas del cañón del Río Mulatos, en la Serranía de Abibe. A un lado Antioquia, al otro Córdoba. Una región rica en bosques y aguas, que desde hace una década no cesa de ver parir, huir y morir a sus antiguos dueños, los campesinos. Muchos de ellos de la Comunidad de Paz.
El camposanto de San José de Apartadó
El reconocido fotógrafo Jesús Abad Colorado acompañó a la Comunidad de Paz
en la búsqueda de los cadáveres de las masacres del pasado 21 de febrero. Esta es su historia.
Jesús Abad Colorado
Jueves 24 de febrero
En la noche recibí un correo con la trágica noticia del asesinato de siete personas de la Comunidad de Paz. «No podemos decir más, el dolor nos embarga tan profundamente que solo podemos llorar…». El comunicado responsabilizaba a miembros del Ejército por las muertes y anunciaba la salida de una comisión hacia la vereda La Resbalosa, a nueve horas de San José, para buscar los cuerpos.
Desde 1997, año en que conocí la población en el Urabá antioqueño, después de la declaratoria de Comunidad de Paz, he visto crecer el Monumento a la Memoria. Está hecho en piedras que traen del río y en cada una escriben el nombre de las personas asesinadas. Ya suman más de 150.
Viernes 25 de febrero
Llegué a Urabá pasadas las 10 y 30 am. Con una persona de la Comunidad, viajamos en un «chivero» hasta el corregimiento. Llegamos antes del mediodía. El calor era intenso y los pocos pobladores que había esperaban con ansiedad el reporte de los acompañantes internacionales, quienes habían partido con los campesinos en la madrugada hasta La Resbalosa.
A la 1 y 30 pm llegó el reporte. «La comisión de la Comunidad de Paz había llegado antes del mediodía, primero que las autoridades judiciales. No creían que se lograra hacer las exhumaciones de todos los cuerpos esa tarde». El regreso sería al otro día. Le pedí el favor a las dos personas que me habían esperado que partiéramos. Con muchas dudas, bendiciones y algo de alimentación partimos a las 2 pm.
El ascenso por uno de los brazos de la Serranía de Abibe comenzó rápido. El miedo a la llegada de la oscuridad me empujaba más de lo que podía caminar la mula. La voz tranquila de Pedro*, uno de los campesinos, me volvió la calma. «Estos animales saben para dónde vamos y regulan su paso, si lo apura, no tendrá energía para subir al Alto de Chontalito».
Casi a las 4 pm, nos alcanzó Don Alberto*, un hombre de manos grandes y fuertes. «Es que esos muertos tienen muchos dolientes y eran como nuestros hijos», recalca. El camino se hizo menos largo y tenso con sus historias duras y dulces y por el amor que le tienen a esta tierra. A pesar del dolor y el miedo, estaban llenos de dignidad y esperanza.
«Mire estas montañas tan bellas y productivas y ahora tan abandonadas. Mi padre nos levantó en ellas. Esta es mi vida. Aquí vivo con mi mujer y mis hijos y así sea con yuca y cacao vamos a sobrevivir. No pienso desplazarme, ya lo hemos hecho y eso es muy duro. Son 8 o 9 años de persecución y atropellos. Es una rabia que manejan con nosotros, incluso de parte del Estado. Todo por no hacerle el juego a ninguno que maneje armas, todos quieren utilizarnos».
La tarde fue cayendo, el frío de la neblina nos borró el paisaje montañoso. A los lados, un bosque tupido y los micos tití que saltaban huyendo. Estábamos próximos al alto de Chontalito, en una de las crestas de la Serranía de Abibe. La bajada fue más dura de lo imaginado, pero me alegró el horizonte, un poco más despejado, y ver el cañón del Río Mulatos. Eran las 6 pm y, frente al cerro Chontalito, del cual descendíamos, nuestro destino, las montañas de La Resbalosa. Estas dividen a Antioquia de Córdoba, con el municipio de Tierralta.
A las 7 y 15 pm, escuchamos el ruido de dos helicópteros que salían de la montaña. Entendimos que había terminado la exhumación. Minutos más tarde nos topamos con la comisión que había partido en la madrugada. Eran cerca de 80 personas que, a pie y a caballo, bajaban de la finca de Alfonso Bolívar Tuberquia, uno de los líderes de la Comunidad de Paz asesinados y en cuya cacaotera fueron encontrados las fosas con los cuerpos mutilados. Una fila interminable de luces y corazones partidos por el dolor descendió rápidamente desde La Resbalosa hasta el Río Mulatos. Hubo silencio. Sólo escuchábamos las chicharras y los jadeos de las bestias.
En el río, iluminado por la luna, la comisión se detuvo un momento a esperar otro grupo. Varios líderes nos informaron que los cuerpos encontrados fueron cinco. «Había huellas de tiros en la cocina, unas palabras escritas con tizón de leña y manchas de sangre por el piso y de una mano que se resbalaba por la madera. Los cuerpos estaban en dos fosas, a pocos metros de la casa y en medio de la cacaotera. Allí encontramos a Alfonso Bolívar, su esposa Sandra Milena Muñoz y a sus hijos Santiago, de 20 meses, y Natalia Andrea, de 6 años.
También encontramos el cuerpo de Alejandro Pérez, que trabajaba en la recolección de cacao con Alfonso. Hubo trabajadores que huyeron.
A los adultos los descuartizaron, solo quedaron en tronco. A la niña de 6 años le cortaron un brazo y le abrieron el vientre, igual que al niño de 20 meses. Luis Eduardo Guerra y su familia no estaban en las fosas, pero una comisión salió antes del anochecer para verificar en algunos sitios cercanos al río, donde fueron detenidos».
Minutos después, aparece la otra comisión con la noticia de que habían hallado el sitio donde estaban los otros cuerpos. Luis Eduardo, Deiner y Beyanira. «Están río abajo y al aire libre, más allá de la escuela y a un lado del camino que lleva al antiguo centro de salud de Mulatos. La cabeza del niño la vimos a orillas del río y cerca de los cadáveres. Hay que madrugar pues los «chulos» (gallinazos) se los están comiendo». Nos devolvimos por la cabecera del río cerca de media hora ; nadie quiso hablar. Sólo el sonido del agua que descendía de la Serranía de Abibe estaba en sus ojos y oídos.
Son casi las 10 pm y estamos junto a una pequeña casa de madera y techo de paja. Hay una sola habitación y varias familias.
Una de las mujeres de la comunidad, que relata es nacida en esta zona, cuenta que «hasta hace una década vivíamos unas 200 familias en todo el Cañón del Mulatos. Había tiendas comunitarias, escuela, centro de salud y de eso no hay sino ruinas. Tanta incursión armada y las muertes de campesinos nos han ido sacando de nuestras tierras. Hace un año había cerca de 90 familias y con una incursión de Ejército y paramilitares sólo quedaron como 16. Ahora, quién sabe cuántas van a quedar».
Otros campesinos señalan el cañón de Mulatos y hablan de Nueva Antioquia en Turbo. «Desde allí, los paramilitares han organizado muchas incursiones y las coordinan con el Ejército. Con la desmovilización del Bloque Bananeros y la llegada de la policía al corregimiento de Nueva Antioquia, han montado otros grupos y campamentos más adentro, hacia esta zona limítrofe con Mulatos, en un lugar conocido como Rodoxali».
La noche es clara por la luna. El grupo se prepara para dormir, unos contra otros y bajo el mismo cielo.
Sábado 26 de febrero
El día empieza desde las 5 am. La comisión se reparte tareas. Un grupo regresa a San José de Apartadó, para preparar el sepelio. Otro bajará a cuidar los cuerpos y esperará a que hagan el levantamiento. Los acompañan miembros de las Brigadas Internacionales de Paz (BPI) y de Fellowship of Reconciliation (FOR). Uno pequeño, debe buscar yucas y preparar algo de alimento.
El grupo en que voy con cerca de 40 personas, parte a las 6 de la mañana. 40 minutos después de caminar por el lecho del río, los gallinazos advierten la llegada al sitio. A orillas del Mulatos, que por esta época está un poco seco, se encuentra lo que queda de la cabeza del niño de Luis Eduardo, Deiner Andrés, de 11 años : el cráneo y algunas vértebras. 15 metros más arriba, está el resto del cuerpo del niño y el de su padre. También el de Beyanira Areiza, de 17 años y compañera de Luis Eduardo. Sus cuerpos están entrecruzados. De ellos poco queda. No hay señales de tiros en sus cabezas. El cuerpo del niño y su padre aún tienen las botas puestas. Beyanira, no. Está descalza y su cuerpo está una parte sobre el de Deiner y el resto doblado contra el de Luis Eduardo. La sudadera verde de Beyanira está remangada a la altura de la rodilla. Cerca del cráneo del niño, a 5 o 6 metros, está un machete tirado entre la maleza que bordea el río. 30 metros más abajo, en la mitad del Mulatos, entre las piedras, está una bota pequeña y negra de Beyanira y 15 metros más allá está la otra, casi partida de un tajo a la altura de la espinilla. Muy cerca está otro machete.
Los miembros de la Comunidad de Paz, se detienen y observan el cráneo del niño. Luego suben hasta los cuerpos. No hay lágrimas. Sus ojos miran y se ausentan. No hay palabras. El silencio lo rompen uno de los líderes y el abogado : «Que nadie vaya a coger algún elemento en los alrededores. Las pruebas no se pueden tocar. Es importante que la Fiscalía los recoja para la investigación».
El grupo se retira a la otra orilla. Sólo ahora el llanto de una hermana de Luis Eduardo, que se queda a su lado, hace eco y taladra hondo en este silencio. Las lágrimas ruedan ahora por muchas mejillas. Pasan los minutos y las horas y nada de helicópteros, ni comisiones de fiscales. Los brigadistas desde un satelital se comunican y recuerdan, una y otra vez, el sitio de recogida de los cuerpos.
A las 11 am, llega el desayuno. El día está despejado y se nos informa que hay una nueva familia esperando para desplazarse en la casa donde amanecimos. Varios jóvenes armados de caucheras lanzan piedras a los gallinazos que se arremolinan en las copas de los árboles y a los cerdos que merodean.
Son las 2 y 30 pm. Los acompañantes de BPI, al ver que no llega la Fiscalía y sin posibilidades de comunicación con sus sedes, deciden regresar a San José. Ofrecen regresar al otro día o el envío de un nuevo equipo de brigadistas en caso que se sigan demorando las diligencias. El grupo de la Comunidad decide permanecer cuidando los cuerpos.
A las 4 pm, el ruido de dos helicópteros anuncia la llegada de la Fiscalía. Eso creen todos. El grupo se dirige hasta el micropuesto de salud con las banderas blancas, donde hay un lugar despejado para el aterrizaje. Tratan de llamar la atención de los pilotos. Estos llegan hasta La Resbalosa, baja un helicóptero y otro vigila desde el aire, luego se dirigen a El Barro, baja nuevamente el mismo helicóptero y descargan la tropa que recogen en La Resbalosa. Repiten una y otra vez la operación hasta completar cuatro o cinco viajes. Estas acciones no duran, pues ambas montañas están frente a frente y, por la mitad, baja el Río Mulatos. A pie, el camino es de una hora. Los campesinos volean sus camisas, prenden fuego, hacen malabares, pero los helicópteros se pierden de nuevo entre las nubes.
A las 5 y 15 pm, llega una comisión de soldados y policías. No se acercan, preguntan por los representantes de la Comunidad y les piden hablar a solas. Va uno de los líderes con el abogado. Más tarde, un capitán de la Policía me llama y se presenta de manera muy amable, es el capitán Castro. Me pregunta para quién trabajo y si puedo hacerle una serie de fotografías a los cuerpos, para las diligencias del levantamiento, por si no llega la Fiscalía.
Al devolverme, los campesinos me dicen que un soldado sin identificación se llevó el machete que estaba cerca de las botas de Beyanira.
El soldado lo limpia y lo afila contra las piedras. Al ver que lo observo, se voltea de espalda. Al bajar el abogado y el representante de la comunidad les cuentan y estos suben a hablar con el capitán. Le piden informar al superior del Ejército «porque es una manipulación de pruebas». Al regresar donde se encuentran los campesinos, están en mayor zozobra. «El soldado que cogió el machete, pasó por nuestro lado y, sin vergüenza o pena por lo que vivimos, nos hizo señas y dijo que ese machete era el degollador».
El oficial plantea que hasta el día siguiente no va a ser posible el levantamiento, que amanecerá en un lugar cercano y va a vigilar que los animales no sigan destrozando los cuerpos. El representante de la Comunidad y el abogado, les informan a este oficial y al del Ejército que al día siguiente «la comunidad hará dos comisiones, una regresará hasta el mismo sitio a esperar que recojan los cuerpos y otra saldrá hasta la vereda El Barro, donde no se sabe nada de algunas familias, a pesar que viven muy cerca». El oficial del Ejército les responde que en esa vereda están ellos y allá no hay familias. La comunidad insiste. A las 7 pm regresa al sitio de dormida.
Domingo 27 de febrero
Antes de las 5 am, tres personas se encargan de sacrificar un cerdo. El chillido intenso y lento del animal nos despierta. Su eco flota durante minutos en el bosque. Luego, como todos estos días, regresa el silencio.
Son las 6 am. La primera comisión parte con el abogado hasta el sitio donde se encuentran los cuerpos de Luis Eduardo, Deiner y Beyanira. Las 14 personas que salen hacia la vereda El Barro me piden que los acompañe. Salimos río abajo. Nos desviamos 20 minutos después y subimos. La fila se detiene un momento. Hay un retén de tres uniformados. Preguntan a los campesinos qué hacen en este sitio.
Ellos dan la explicación. Un soldado tiene insignias en el brazo, del Batallón 33 Cacique Lutaima. Los otros dos no tienen nada. Me preguntan quién soy y porqué estoy con el grupo. Les explico de mi trabajo documental y sobre la búsqueda de varias familias de este sector de las que no se sabe nada después de los hechos ocurridos el día lunes 21 o martes 22. El soldado habla con los otros dos y luego sube hasta donde hay más uniformados. Al momento baja y nos deja pasar. Advierte que algunos metros adelante hay un pozo donde se bañan varios soldados. Pasamos y están lavando su ropa.
A escasas dos cuadras, están tres casas de madera y techo de zinc. En la primera hay un letrero hecho con tizón. «Fuera guerrilla, se lo dice tu peor pesadilla El Cacique» ; encima se lee : «El alacrán BCG 33». No hay nadie en ella. Las personas que la habitan están en las otras dos viviendas, muy cerca una de otra. Dos niñas le arrojan maíz a las gallinas y a una marrana con cuatro críos. Cuando ven llegar la comisión con la bandera de la Comunidad, salen y saludan. Un hombre mayor, sentado en una butaca, cierra la biblia y sonríe. Llama a dos mujeres que están en la cocina. Detrás de la comisión llegaron tres uniformados y se quedan pendientes entre las casas. Otro hombre, sin camisa y con sombrero, sale de una habitación y saluda muy tímido. Es Rigo*, dicen los campesinos.
La mujer más joven le da pecho a un bebé y la abuela habla en voz baja. Quiere saber desde cuándo estamos en la zona y si venimos por ellas. Da gracias a Dios porque va a terminar esta pesadilla. «Empezó el lunes que llegaron y no nos han dejado salir. A Rigo, que es vecino también lo tienen detenido. No le permiten ni ir a su casa que está al frente, en la otra montaña. Tiene a su mujer y sus hijos solos. Me interrogan y amenazan, porque dicen que soy la enfermera de la guerrilla. Con ellos vino Melaza que es un paraco. Es la tercera vez que viene a mi casa con el Ejército, dijo que va a acabar con todos los de la Comunidad de Paz porque son una manada de hp guerrilleros y que si le toca le da a los extranjeros. Que estamos en una zona que es de ellos y les pertenece. A mis hijas las han amenazado con cortarles la cabeza cuando van al pozo por el agua. Han hecho varios huecos buscando armas…»
Uno de los miembros de la Comunidad le cuenta que están desde el viernes en la zona. Primero en La Resbalosa y luego cerca a Cantarrana, a 30 minutos. Le dice que aún faltan por sacar varios cuerpos. Están el de Luis Eduardo, Deiner y Beyanira. Los ojos de la mujer se llenan de lágrimas. Nos toma las manos y habla más bajo : «entonces ¿es verdad que los mataron ? ¿Por qué les hicieron eso ? Yo le dije a Luis Eduardo que no se fuera esa mañana para la cacaotera a recoger esos granos. Sabíamos que venían haciendo un operativo.
No me faltó sino rogarle para que se fuera a San José… Él no hizo caso porque no tenía miedo, además necesitaba el dinero para llevar el niño a revisión. Salió en la mañana y quedó de regresar, pero no lo hizo. Esta gente, llegó después del mediodía el lunes (21 de febrero) y no hemos hecho sino sufrir. Nos la hemos pasado rezando hasta hoy, que llegan ustedes. Escasamente nos dejaron coger un poco de maíz. Como el miércoles, nos dijeron que habían matado unos guerrilleros en el río, que uno iba con la mujer y el hijo. Yo les dije, ¿no será que ustedes mataron a Luis Eduardo y el niño ? Ellos son de mi familia. Beyanira es su compañera. Ellos cambiaron y al momento dijeron, eso los mataron los paramilitares».
Me acerco hasta uno de los soldados y comparto algunas apreciaciones sobre el dolor de los campesinos en Colombia y le cuento que este viaje me tiene sacudido por los hechos que lo rodean. Visiblemente afectado, me dice : «son los campesinos quienes siempre pierden todo. Fíjese que esta familia va a dejar hasta sus marranos». Le pregunto desde cuando está en la zona. «Desde el lunes» responde . «¿Aquí en El Barro ?», pregunto. «No, entramos por Las Nieves el sábado y aquí llegamos el lunes».
A las 10 y 30 am, las familias están listas para su desplazamiento. Hay mucha tristeza, pero también alegría. El graffiti de la primera casa ha sido borrado por los uniformados. Regresamos al sitio de amanecida. Las dos comisiones se han encontrado y saludan a las nuevas familias.
El ruido de dos helicópteros que salen del cañón del Río Mulatos, anuncia que culminaron las diligencias del levantamiento de Luis Eduardo, Deiner y Beyanira.
Después del mediodía, una romería de campesinos con algunos enseres y animales inicia el ascenso al Alto de Chontalito. Vamos rumbo a San José de Apartadó.
A las 7 pm, agotados por la jornada entramos al corregimiento de San José. Muchas personas salen al encuentro. «¿Dónde están los colegas de la prensa ?», pregunto a los habitantes. No hay respuesta. No ha llegado nadie.
La población está alrededor del salón comunal. Allí, están los cuerpos de Alejandro Pérez, Alfonso Bolívar Tuberquia y Sandra Muñoz, sus hijos Santiago y Natalia. Los habitantes de la Comunidad de Paz y su consejo decidieron esperar que estuvieran todos los cuerpos para hacer un sepelio colectivo. Antes de la medianoche son traídos al pueblo en un campero. Vienen acompañados del sacerdote jesuita Javier Giraldo y de Gloria Cuartas. Ella como alcaldesa de Apartadó, vió nacer esta comunidad.
Lunes 28 de febrero
Son las 7 y 30 am. El obispo de Apartadó aparece un momento. Antes de las 8 se ha ido ya.
La misa se inicia a las 8 y 30 am, cuando llegan los campesinos de las veredas cercanas. Es una misa donde se pide la verdad, se clama justicia y respeto a la dignidad de esta Comunidad de Paz.
Mientras camino en este entierro, miro a los ojos de los jóvenes, hombres y mujeres que estuvieron en la búsqueda de su líder y sus familias, a los nuevos huérfanos y a las viudas de siempre. Es demasiado dolor. Las personas que ví caminar valientemente por montañas y quebradas, están doblegadas en este camposanto de San José de Apartadó.
* Nombres cambiados.
Jesús Abad Colorado
Especial para EL TIEMPO
Par : rr.ii.