La tragedia de los Grandes Lagos, cuando hutus y tutsis decidieron arreglar
el mundo a machetazos, costó más de setecientos mil muertos, que equivalen
a cinco tsunamis bien contados. No fue una plaga del cielo, ya que hubo que
matarlos de uno en uno. Tampoco era inevitable. Pero la ONU decidió que era
arriesgado meterse en el avispero, y sólo orientó sus esfuerzos a evitar
que las imágenes de los cadáveres descuartizados hiriesen nuestra
sensibilidad civilizada.
La guerra de Irak sólo equivale a un tsunami. Aunque también en este caso
se hizo necesario bombardear, ametrallar y torturar en pequeñas dosis,
arrasar ciudades enteras, confundir a niños con sospechosos, y aprovechar
las bodas y las oraciones de los viernes para ganar eficacia matarife. Pero
los países opulentos aún siguen analizando la oportunidad de la invasión
con frialdad criminal, sin hacer ascos a que toda la información nos llegue
relacionada con los precios del petróleo y las oscilaciones bursátiles.
El hambre negra equivale a un tsunami por semana. Y el sida, que se expande
entre los pobres como el fuego entre la yesca, también provoca diez
tsunamis por año. La droga, las mafias, las guerrillas, los paramilitares y
los trabajos insalubres contabilizan tres tsunamis anuales. Y la falta de
atención médica elemental, que convive con los astronómicos costos de la
medicina de lujo, provoca treinta tsunamis por año. Liberia, Sudán,
Chechenia, Afganistán y Palestina completan la lista de tsunamis
persistentes que se abaten sobre la humanidad, llevándose cada año millones
de inocentes.
Por eso conviene preguntarse en qué se distingue el tsunami del sureste
asiático de estos otros maremotos colosales que digerimos con tanta
facilidad. Y la clave no es otra que la falta de moral colectiva, o la
sustitución de los principios universales por el etnocentrismo hedonista de
Occidente. Cualquiera de nosotros entiende y explica con más naturalidad
las muertes que deciden Bush y Blair que las que deciden Dios y la
naturaleza. Cualquier estratega conoce la lógica de los movimientos
militares y las relaciones económicas que provocan millones de muertos,
mientras considera arbitrarios los choques de las placas tectónicas. Y
todos estamos convencidos de que es más urgente controlar los maremotos del
Pacífico que ponerle coto a las veleidades de Rumsfeld.
Por eso tengo por lágrimas de cocodrilo los minutos de silencio que
jalonaron el fin de año entre Sídney y Viena, ya que son fruto de la rabia
que sentimos al no poder manipular los tsunamis de Dios bendito. Porque la
desgracia y los cadáveres nunca nos aterraron. Sólo nos aflige la muerte
cuando no se pone a nuestras órdenes.
Xosé Luís Barreiro
La Voz de Galicia