Al lector y al oyente avezados y pacientes no se les escapará que en las últimas semanas la figura del fallecido Arafat ha suscitado dos lecturas que responden a otros tantos cánones. Mientras la primera identifica en el dirigente palestino a un terrorista redomado que no ha hecho otra cosa que el mal, la segunda aprecia en Arafat al constructor de paz que, al menos en el decenio de 1990, acometió pasos y asumió concesiones que merecían mejor suerte.
Si dejamos de lado, por marginal, la primera de esas dos lecturas, al calor de la segunda habremos de certificar cómo entre nosotros determinados procesos de ordenación del pensamiento —en este caso el que enuncia la bondad ontológica de unos acuerdos de paz que hay que calificar, sin embargo, de extremadamente miserables— se nos imponen y acaban por dejar fuera del mundo a quienes intuyen algún problema al respecto, las más de las veces tildados de herejes o de locos. En alguna versión de los hechos singularmente abyecta se recurre al sambenito del terrorismo para descalificar a quienes ponen en duda la bondad de los planes discutidos en el decenio de 1990 y recuerdan por igual, entonces, el negro panorama en que dejaban a un imaginable Estado palestino y el permanente incumplimiento, por Israel, de lo pactado. Qué desafortunado es, por cierto, que una figura tan retorcida y poco generosa como la de Rabin siga mereciendo hoy, en tantos cenáculos, un unánime panegírico.
La discusión de fondo guarda una relación obvia con la vida del propio Arafat, que aporta como poco tres personajes diferentes. El primero fue el hombre que, a partir de 1968, consiguió conferirle peso propio a la resistencia palestina, emancipándola las más de las veces de la tutela que sobre ella habían ejercido muchos de los gobiernos árabes de la región y convirtiéndola en un rival temible, en el terreno militar como en el político, para Israel. A principios del decenio de 1990, y con una agudísima crisis financiera de la OLP de por medio, ese Arafat dejó el camino expedito a otro, el segundo, lamentablemente propicio a aceptar lo inaceptable : un pequeño territorio atestado de colonias, una firme negativa a reconocer el derecho de retorno de los refugiados, una implacable represión y, no sin cierta paradoja, un firme estímulo conferido a los sectores más violentos de la resistencia palestina.
El último Arafat, el de su refugio de Ramala, acarreó, bien que con un perfil más difuso del deseable, la reaparición del primero de la mano de lo que en los hechos fue, fanfarria retórica aparte, la recuperación de un impulso de resistencia y dignidad. Fue éste también, claro, un Arafat a ratos patético, en la medida en que la trama en la que vivió los tres años postreros de su vida no era sino la consecuencia, francamente previsible, de su condescendencia con unos planes de paz que en el mejor de los casos propiciaban un Estado palestino de soberanía recortadísima, condenado a vivir en la más absoluta dependencia con respecto a Israel. Quede bien sentado, con todo, que sólo la estulticia más extrema, rasgo de carácter harto común en estos tiempos, invita a atribuir la misma condición moral al principal representante del ocupante —Sharon— y al principal representante del ocupado —Arafat— : quien atribuye al agresor y al agredido la misma condición se está retratando a sí mismo.
Es verdad, y a menudo se ha señalado en las últimas semanas, que por detrás de los tres Arafat reseñados despuntó un personaje cuyos hábitos no siempre fueron edificantes. Autoritario, rodeado de secundones y serviles, y muy aficionado a aplicar fórmulas de nepotismo y corruptelas, Arafat bien que se encargó de condenar al ostracismo a quienes, con coraje cívico, planteaban un proyecto objetivo de resistencia y rechazaban de manera frontal unos acuerdos de paz que, por encima de todo, eran intragables para el grueso de los palestinos. Semejante ostracismo lo vivieron en su carne, en virtud de razones distintas, Faisal Husseini, Hanan Ashrawi, Marwán Barghuti y Edward Said.
La sola mención de estos nombres, y de su ascendiente en una parte de la población, obliga a concluir que se equivocan quienes piensan que ha llegado el momento de imponer, por fin, y con unas elecciones de por medio, la misma miseria que cobró cuerpo en el decenio de 1990. Como quiera que el pueblo palestino arrastra una singularísima historia de dignidad que invita a recelar de que Mahmud Abbas, el candidato oficialísimo, cuente con apoyos firmes, de tal suerte que su provisional instalación en el poder sólo puede producirse en virtud de presiones sin cuento que nada tienen que ver con la democracia, y sí con oscuras componendas, a lo mejor Sharon acaba por añorar a Arafat. Y es que conviene que nuestros medios de comunicación le presten oídos a lo que dice en estas horas la calle palestina, muy lejos de lo que defienden los partidarios del enésimo ejercicio de sumisión.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.