Dina es una mujer del siglo XXI, a quien ha tocado vivir fuera de su tiempo. Nacida a finales del XIX, es vital, independiente y brillante en todo lo que hace. Con una personalidad así, es imposible no colisionar con un mundo administrado por varones aferrados a sus tradiciones sexistas.
El impresionante paisaje de los fiordos noruegos sirve al danés Ole Bordenal, director de Yo soy Dina, para establecer claramente las claves del conflicto entre lo natural y permanente, frente a un mundo artificial que se extingue.
Dina arrastra la terrible culpa de ser la responsable involuntaria de un accidente en el que fallece su madre. Más que eso, vive subyugada por la asfixiante presencia de un padre represor, iracundo y fanático que la transforma en una niña rebelde, casi salvaje. En su madurez, los hombres se acercarán a Dina para utilizarla. Sin embargo ella reduce su falso interés en una peligrosa realidad jugando con ellos, escandalizando con su audacia a todos, aunque nadie será capaz de reprochárselo directamente.
El director de la película construye un relato reflexivo en el que no faltan las alusiones a las contradicciones de la época que describe, ni los homenajes a filmes conocidos. La protagonista se siente fascinada por un agente anarquista itinerante que es capaz de citar a Proudhom sin mencionarlo, para desconcertar a los acomodados comerciantes que se burlan de la servidumbre, pidiéndoles su opinión sobre temas sociales. Difícil no recordar una escena parecida de James Ivory en Lo que queda del día sobre el mismo dilema. El amor imposible en tiempos de convulsión social desembocará en una larga escena casi onírica, inspirada claramente en El piano de Jane Champion.
La propuesta de Bodernal compone un filme de múltiples lecturas, basada en una audaz historia que por una vez, interesará de igual manera tanto al gran público como a los más exigentes cinéfilos.
Levante
FERNANDO FRANCO