Aunque, conforme a lo prometido, lo suyo es que la Constitución de la Unión Europea (UE) sea objeto de un referéndum entre nosotros, no cabe esperar que al amparo de aquél cobre cuerpo un debate franco. Lo que ya sabemos del orden que padecemos invita a concluir, antes bien, que se impondrá, con el beneplácito de las dos principales fuerzas políticas de ámbito estatal, una formidable maquinaria de propaganda, manipulación y ocultamiento. Pese a ello, o tal vez por ello, tiene su sentido escarbar en algunos de los muchos elementos conflictivos que acarrea la Constitución objeto de nuestro interés.

Aunque, conforme a lo prometido, lo suyo es que la Constitución de la Unión Europea (UE) sea objeto de un referéndum entre nosotros, no cabe esperar que al amparo de aquél cobre cuerpo un debate franco. Lo que ya sabemos del orden que padecemos invita a concluir, antes bien, que se impondrá, con el beneplácito de las dos principales fuerzas políticas de ámbito estatal, una formidable maquinaria de propaganda, manipulación y ocultamiento. Pese a ello, o tal vez por ello, tiene su sentido escarbar en algunos de los muchos elementos conflictivos que acarrea la Constitución objeto de nuestro interés.

1. La literatura especializada ha formulado ya un buen puñado de preguntas en relación con la futura Constitución de la UE. Todas ellas remiten a cuestiones importantes de las que sería saludable pudiese ocuparse nuestra opinión pública. A buen seguro, y sin embargo, no es esto lo que ocurrirá. Dejemos aquí constancia, con todo, de algunas de esas preguntas : ¿nos hallamos ante una genuina Constitución ? ¿Qué suerte de texto político-legal es éste que nace sin un pueblo, una nación y un Estado que aporten sentido y fundamento ? Aunque, vistas las cosas desde otra perspectiva, y como quiera que disponemos ya de una moneda sin Estado, ¿por qué no se habría de crear una Constitución sin un pueblo ? ¿No nos encontramos, en otro terreno, ante un ejemplo palmario de fría ingeniería legal, que da rienda suelta a un maximalismo jurídico que esconde un minimalismo político ? ¿Cuál está llamado a ser, en suma, el producto final del proceso en que la Constitución se inserta : una confederación, una federación, un Estado con vocación unitaria, una fórmula de gobierno transnacional… ?

2. Como no podía ser de otra manera, la Constitución que nos ocupa es portadora de un sinfín de normas que no son ni buenas ni malas por sí solas. Aunque es obligado reconocer que para arribar a alguna conclusión firme al respecto será menester dejar que el tiempo pase, lo suyo es convenir que los antecedentes invitan, como poco, al recelo. Y es que cada vez se antoja más urgente rescatar una discusión relativa a lo que es, antes que la Constitución, la propia Unión Europea. En las palabras de Pietro Barcellona, «cuando el poder está claramente en manos de los potentes lobbies de los negocios y de las finanzas, de los círculos mediáticos y de la manipulación de las informaciones, los juristas se abandonan al cosmopolitismo humanitario y se apuntan al ’gran partido’ de las buenas intenciones y de las buenas maneras». Todo aconseja colegir, en otras palabras, que como quiera que existe una enorme distancia entre la letra y la práctica real, lo más razonable es concluir que la primera ha visto la luz para ser esquivada o, más aún, violentada.

3. Es esperable que en su preámbulo una Constitución se entregue al manido ejercicio de la autoadulación. Limitémonos a reseñar que aquélla entiende, sin pestañear, que «Europa» es una realidad vinculada con «la igualdad de las personas, la libertad y el respeto a la razón», que ha permitido el arraigo del «lugar primordial de la persona y de sus derechos inviolables e inalienables, así como el respeto del derecho», y que está llamada a avanzar «por la senda de la civilización, el progreso y la prosperidad» (art. 5). A buen seguro que al lector sagaz, y también al desinformado, no le faltan conocimientos para poner en duda que todo lo anterior se ajuste puntillosamente a la realidad.

4. Nada invita a concluir que el eterno problema del déficit democrático que la UE arrastra se apresta a entrar en vía de resolución de la mano de la Constitución que glosamos. Y ello tanto más cuanto que ésta —sin pueblo, sin nación y sin Estado subyacentes, recordémoslo una vez más— muestra un vacío de legitimación que es obligado colmar con el concurso de medios —el derecho de los tratados, los derechos fundamentales, la jurisprudencia, la administración, los expertos…— que poca relación guardan, en sí mismos, con la práctica vital de la democracia. La dimensión de semejante tara en modo alguno se ve rebajada por el hecho de que los trabajos de la Convención se hayan desarrollado conforme a criterios formalmente abiertos y transparentes.

En otro orden de cosas, el fortalecimiento del papel del Consejo y de su presidente, inserto en el núcleo de la Constitución, acarrea una ratificación paralela de las capacidades de los gobiernos en detrimento de otras instancias. La propia disputa sobre las mayorías, y las posibilidades de veto, en la toma de decisiones en el Consejo de la UE ilustra bien a las claras algo que no debe pasar inadvertido : en esa instancia, de importancia difícilmente rebajable, no se aprecia el eco de la elección popular en el ámbito propio de la UE. Habrán de ser, antes bien, los gobiernos de los Estados los que detengan la totalidad de los votos correspondientes a estos últimos, algo que, con toda certeza, y por añadidura, reducirá significativamente la representación de las ideologías. Agreguemos, en suma, que lo anterior seguirá siendo cierto por mucho que las decisiones adoptadas hayan de ser refrendadas por un Parlamento, el de la UE, que es obligado reconocer que gana atribuciones. Pese a esta última circunstancia, lleva buena parte de razón Joseph Weiler cuando afirma que lo que los ciudadanos europeos precisan es más poder, y no más derechos.

5. En el terreno de los derechos sociales lo que despunta por doquier en la Constitución de la UE es una inflación de retórica como la que se columbra, por lo demás, en su homóloga española. Así, el art. II-31, 1, tras rehuir expresamente la postulación del ontológico «derecho a un trabajo», señala que «todo trabajador tiene derecho a trabajar en condiciones que respeten su salud, su seguridad y su dignidad». La Constitución recuerda, por lo demás, que las cartas suscritas por la UE en 1961 y 1989 comprometen a ésta en «el fomento del empleo, la mejora de las condiciones de vida y trabajo, a fin de conseguir su equiparación por la vía del progreso, una protección social adecuada, el diálogo social, el desarrollo de los recursos humanos para conseguir un nivel de empleo elevado y duradero y la lucha contra las exclusiones» (art. II-103). Agreguemos que el texto legal que nos ocupa rezuma una curiosa laxitud e indefinición en algunos enunciados, como el que señala que «los Estados miembros evitarán déficits públicos excesivos» (art. III-76, 1) En ausencia de garantías expresas para que los derechos enunciados, convertidos en obligaciones, se hagan realidad, es obligado concluir que los compromisos correspondientes tienen, como acabamos de anunciar, una evidente carga retórica. ¿Alguien piensa en serio que fórmulas tan etéreas están llamadas a servir de freno ante la irrupción de reglas del juego salvajes como aquéllas de las que es portadora la globalización capitalista en curso ? Más sencillo es concluir que al amparo de la Constitución de la UE los derechos sociales siguen teniendo un rango inferior que predispone a su incumplimiento, a tono con anteriores textos legales propios de la UE, que en buena medida dejaban aquéllos en manos de las legislaciones propias de los Estados miembros. Para hacer las cosas aún más ingratas, la Constitución no incorpora ningún proyecto serio de convergencia social (y de garantías medioambientales) : en la estela del Tratado de Maastricht, los criterios de convergencia excluyen por completo, antes bien, la dimensión social.

Agreguemos que la Constitución de la UE reclama «una economía social de mercado altamente competitiva» (art. 9), en lo que se antoja la cuadratura del círculo de la mano del designio de postular al tiempo una economía de dimensión social y un mercado en el que la competitividad dicta todas las reglas.

6. La impresión es que, a falta de apuestas de otro cariz que se revelen de manera consistente en su articulado, la Constitución de la UE se subordina sin rebozo al proyecto de una Europa fortaleza, cada vez más cerrada. El art. III-166, 1 reclama, así, la instauración progresiva de «un sistema integrado de gestión de las fronteras», compromiso que se acompaña de la postulación de una política común que garantice «la gestión eficaz de los flujos migratorios». Lo que el adjetivo eficaz esconde no parece que pueda compensarse merced a la mención, que sigue a continuación, de la necesidad de actuar «contra la inmigración ilegal y la trata de seres humanos» (art. III-168, 1). En un terreno que a los ojos de nuestros gobernantes se antoja muy próximo, el art. III-177 se refiere, en suma, a la colaboración entre los Estados miembros en lo que respecta a la lucha contra la delincuencia y el terrorismo. No se busque por lugar alguno, en otras palabras, la huella de una visión abierta y concesiva en lo que a la inmigración respecta.

7. En la Constitución de la UE los pueblos desaparecen como agentes fundamentadores, en beneficio de los ciudadanos y de los Estados, al tiempo que se rehuye el adjetivo federal para describir los criterios de coordinación de las políticas y se formaliza un compromiso expreso con la integridad territorial de los Estados (art. 1.11). En el marco de una propuesta en virtud de la cual las querencias y los intereses de estos últimos salen claramente bien parados, a duras penas puede sorprender que dirigentes políticos como Rodríguez Zapatero echen mano de la Constitución de la UE para subrayar que los proyectos de secesión no caben en aquélla. El argumento no puede ser más mezquino : en un debate en el que la racionalidad y el diálogo se sortean, es demasiado cómodo esgrimir la Constitución que uno mismo ha venido a defender como si se tratase de un arma legal neutra detrás de la cual no se barruntan los intereses propios.

La Constitución de la UE enuncia sin más, por otra parte, el propósito de reducir «las diferencias entre los niveles de desarrollo de las diversas regiones y el retraso de las regiones o islas menos favorecidas» (art. III-116), en lo que Cantaro ha descrito como una «solidaridad desarmada». El llamado Comité de las Regiones no parece llamado a rebajar, en suma, el descontento, tanto más cuanto que no está claro cómo se designarán o elegirán sus integrantes (art. III-292).

8. La «estricta observancia y el desarrollo del Derecho Internacional, y en particular el respeto a los principios de la Carta de las Naciones Unidas» se mencionan como objetivos de la política exterior —se asume constantemente, y sin rebozo, una terminología que emplaza la «seguridad» junto a la «política exterior»— de la UE en el art. 3.10. Significativo es que semejante compromiso sea asumido por Estados —entre ellos el Reino de España— que hace bien poco han sorteado, digámoslo eufemísticamente, la carta de Naciones Unidas en lo que a Iraq respecta.

Como era de esperar, también en este ámbito se revela una alarmante distancia entre la práctica real de los Estados miembros y la retórica enunciada. Ésta habla (art. III-193, 2) de «consolidar y apoyar la democracia, el Estado de Derecho, los derechos humanos y los principios del Derecho Internacional», de «mantener la paz, evitar los conflictos y fortalecer la seguridad internacional, con arreglo a los principios de la Carta de las Naciones Unidas», de «fomentar el desarrollo sostenible en los planos económico, social y medioambiental de los países en vías de desarrollo, con el objetivo principal de erradicar la pobreza», de «elaborar medidas internacionales de protección y mejora de la calidad del medio ambiente» o de «promover un sistema internacional basado en la cooperación multilateral sólida y la buena gobernanza».

El lector avezado conoce bien cuál es la distancia que media entre las políticas que la UE realmente existente abraza y los principios recién enumerados. Habrá de extraer, también, las consecuencias pertinentes en lo que atañe a la ausencia de medidas concretas que permitan garantizar que los segundos se abren camino. Bastará con invocar al respecto, a título de ejemplo, la liviandad extrema de los flujos de presunta ayuda a los países más pobres que la UE genera ; en relación con estos últimos, la «erradicación de la pobreza» se invoca como objetivo, de nuevo sin mayores precisiones, en el art. 3.10 de la Constitución. Ilustrativo es, por lo demás, que el art. III- 193, 2 reclame que se estimule «la integración de todos los países en la economía mundial, inclusive mediante la abolición progresiva de las restricciones al comercio internacional». Tiene su gracia este cauteloso inclusive, que parece reflejar alguna cautela con respecto al enunciado general, claramente inserto en la filosofía de la globalización neoliberal.

Necesario es subrayar que la Constitución trasluce, en fin, significativas dudas en lo que respecta a la posibilidad de desarrollar una política exterior común. El art. III-195, 2 afirma que «los Estados miembros apoyarán activamente y sin reservas la política exterior y de seguridad común, con espíritu de lealtad y solidaridad mutua». ¿A qué viene semejante recordatorio, que no se repite en relación con otras dimensiones de la carta magna de la UE ?

9. Las imprecisiones que acabamos de glosar contrastan poderosamente con la claridad con que, en varios tramos de la Constitución de la UE, se apuesta por una militarización de la política exterior de ésta. Recordemos al respecto cuatro circunstancias. Por lo pronto, la Constitución postula misiones militares fuera de la UE, con el presunto propósito —es el que se enuncia— de mantener la paz, prevenir los conflictos y fortalecer la seguridad internacional (art. 40, 1 ; art. III-210, 1) ; esas misiones podrán ser encomendadas por el Consejo de Ministros «a un grupo de Estados miembros» (art. 40, 5). El art. III-210, 1 subraya, por otra parte, que tales misiones «podrán contribuir a la lucha contra el terrorismo, incluso mediante el apoyo prestado a terceros Estados para combatirlo en su territorio».

Subrayemos, en segundo lugar, que la Constitución porta una referencia expresa, a decir verdad no muy precisa, a la «prevención de conflictos (…) con arreglo a los principios de la Carta de Naciones Unidas» (art. 40, 1) ; es menester recalcar que el término prevención, antaño portador de respetables valores, tiene hoy, en virtud de circunstancias bien conocidas, un significado que resulta inevitable relacionar con las percepciones estratégicas de EEUU.

En tercer término, el texto político-legal que nos interesa se refiere de manera significativamente prolija a la necesidad de crear una Agencia Europea de Armamento, Investigación y Capacidades Militares, «para determinar las necesidades operativas, fomentar medidas para satisfacerlas, contribuir a determinar y, si procede, a aplicar cualquier medida adecuada para reforzar la base industrial y tecnológica del sector de la defensa, y participar en la definición de una política europea de capacidades y de armamento» (art. 40, 3 y art. III-212, 1).

En varias oportunidades se menciona, en fin, el compromiso de respetar las obligaciones que, contraídas por algunos miembros de la Unión, se derivan del Tratado del Atlántico Norte (art. 40, 2, art. III-214, 4). Ninguna vocación, pues, de ruptura con respecto a lo que ya sabemos que ha sido la política militar de la UE realmente existente.

10. La Constitución no es muy explícita en lo que respecta a los Estados que la UE puede acoger en el futuro en su seno. Señala que la Unión «está abierta a todos los Estados europeos que respeten los valores mencionados en el artículo 2 y se comprometan a promoverlos en común» (art.

57, 1). No se clarifica, sin embargo, qué se entiende por Estados europeos —la cuestión tiene más miga de la que parece—, aun cuando es sencillo concluir que se cierra el horizonte de incorporación de países que, conforme a una convención impregnada de una carga ideológica que se esconde por detrás de un aparente rigorismo geográfico, se sobreentiende que no son europeos.

NOTAS

. Antonio Cantaro, Europa sovrana (Dedalo, Bari, 2003), pág. 19.

. Ibidem, pág. 21.

. Prefacio a Cantaro, op. cit., pág. 7.

. Citamos sobre la base del texto Proyecto de Tratado por el que se instituye una Constitución para Europa (Oficina de Publicaciones Oficiales de las Comunidades Europeas, Luxemburgo, 2003). Téngase en cuenta que, de manera tan desafortunada como significativa, el texto mencionado confunde la Constitución de la UE con una Constitución para Europa. Nunca se subrayará lo suficiente, sin embargo, que la UE no es Europa.

. Cantaro, op. cit., pág. 72.

. No deja de ser significativo que fuerzas políticas de corte aparentemente dispar se empecinen en preservar cuotas de poder para sus Estados, y desdeñen en paralelo la conveniencia de apuntalar, hasta donde sea posible, sus opciones ideológicas. Pareciera como si para muchos pesase más la perspectiva de que Francia o Italia conserven determinados votos o escaños que la posibilidad de que la opción ideológica propia —conservadora, socialista o lo que fuere— disfrute de activos reales de decisión en las diferentes instituciones europeas.

. En Cantaro, op. cit., pág. 122.

. Ibidem, págs. 102-103.

. El País, 10 de diciembre de 2003.

. Cantaro, op. cit., pág. 125.


Carlos Taibo


El Viejo Topo