Artículo de opinión de Rafael Cid.

“Todo nuestro problema es cometer los errores lo más rápidamente posible”

(John Archibald Wheeler, físico y cosmólogo)

“Todo nuestro problema es cometer los errores lo más rápidamente posible”

(John Archibald Wheeler, físico y cosmólogo)

Entre capitalismo y totalitarismo, sean cuales fueren los formatos en que estos se expresen, existe un hilo rojo que mantiene comunicadas ambas orillas. Ese parteaguas es el Estado, que en los dos casos y en distintas graduaciones suele identificarse con el concepto pueblo. Lo fue en su modelo de entreguerras, cuando a un lado se situaba la ideología liberal y al otro, y en ocasiones enfrente, fascismo y estalinismo. Y lo siga siendo ahora, cuando el juego del libre mercado hace tiempo que abandonó lo predicado por Adam Smith, reciclándose como neoliberal, a la vez que los neofascistas emergentes asumen carta de identidad con el sello populista.

Lo predijo Keynes en un opúsculo publicado en 1926 con el título The end of laisez-faire (El fin del laisez-faire), argumentado que en adelante el capitalismo sería compensado con el intervencionismo gubernamental o no sería. Pero no es en el terreno político ni en el económico donde el factor estatista visto como primera naturaleza suplanta a la comunidad (lo público, colectivo o social). Los ecos del mussoliniano “todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”, hoy pastan en otros ámbitos más cotidianos. Sus efectos más persistentes se dan en esa arqueología de usos y costumbres que se espolean desde el poder político. La religión del Estado es el Estado.

De hecho todo conspira para someter al individuo moral, no solipsista, al escrutinio de lo estatal gracias a las categorías a escala que justifican la regulación y la producción de masas, que por definición carecen de sustrato ético. Aunque en el terreno de lo social esa declinación pasa casi inadvertida porque opera sobre estructuras estereotipadas. Con el objetivo de desarmar a la sociedad civil, infantilizarla, y someterla en todo momento a lo que tenga a bien el paradigma que entraña la entronización del Estado en la vida de las personas. Porque en las entrañas de esas prácticas de apoyo mutuo subsiste una inapreciable experiencia de autogobierno y autoestima. Lo hemos visto en las últimas inundaciones de Artá y Sant Llorenç (Mallorca) debidas al temporal de gota fría.

Y se ha constatado de dos maneras distintas, pero complementarias en su instinto incivilizado, que el relato de los medios no ha dejado de enfatizar en positivo. De una parte, destacando el papel de la Unión Militar de Emergencia (UME) en las tareas de asistencia a las personas damnificadas por la riada y los trabajos de recuperación de las zonas devastadas. Todo a costa de los servicios de protección civil, ninguneados por la Administración y cada vez con menos recursos. Cediendo a las “virtudes castrenses” el marco en que tradicionalmente se despliega de manera espontánea la solidaridad y el apoyo mutuo entre las gentes. Que los bomberos, según todas las encuestas, sean los profesionales más apreciados por los ciudadanos responde a este impulso humanitario altruista que no busca ni retribución económica ni galones. En Portugal, por ejemplo, el servicio contraincendios lo lleva personal voluntario.

La incursión del Estado en competencias que históricamente han sido prerrogativas de la sociedad civil empobrece la democracia al hacer del demos una mera franquicia heterónoma del aparato estatal. El propio Kropotkin ya había alertado sobre las nefastas consecuencias que esa usurpación crea en la conciencia de las personas. “La absorción por el estado de todas las funciones sociales, fatalmente favoreció el desarrollo del individualismo estrecho, desenfrenado. A medida que los deberes del ciudadano hacia el estado se multiplicaban, los ciudadanos evidentemente se liberaban de los deberes hacia los otros […] triunfa ahora la afirmación de que cada uno puede y debe procurarse su propia felicidad, sin prestar atención alguna a las necesidades ajenas. Esto se transformó en la religión de nuestros tiempos, y los hombres que dudan de ella son considerados utopistas peligrosos”. Eso es lo dejó escrito el sabio anarquista ruso en su libro “El apoyo Mutuo. Un factor de la evolución”. Un visionario, habida cuenta de que hoy un Estado europeo como el italiano criminaliza a las ONG que salvan náufragos y encarcela al alcalde de Riace por dar asilo a migrantes y refugiados.

Capitalismo y fascismo se sienten especialmente cómodos en entornos donde opera el hombre sin atributos desplazando al zoon politikon, el ser social. Porque ni las masas ni el individuo mónada tienen trascendencia moral ni sienten el poso de la responsabilidad que la experiencia de los actos propios conlleva. Lo que ocurre es que, a pesar de los esfuerzos de los gobiernos por controlarlo todo (regulando o desregulando a conveniencia) desde el podio estatal, los gestos de solidaridad y de apoyo mutuo entre personas, la humanidad de los humanos, siguen presentes en las ocasiones en que irrumpe una calamidad. Ese sexto sentido llevó a hombres y mujeres a echarse a la calle contra el golpe franquista en Madrid y Barcelona, antes incluso de que el gobierno resolviera actuar. Y en el plano local es lo que movilizó el socorro en sucesos como el descarrilamiento del tren en Angrois o las recientes riadas de Mallorca y Campillos, municipio donde la tractorada de los vecinos en auxilio de los afectados evitó que hubiera desgracias. Mientras el jefe supremo del Ejército y del Estado, Felipe VI, recorre las zonas anegadas como su ancestro Las Hurdes en 1922. Sin coger una escoba. Por misericordia.

El salto civilizatorio que dieron los primitivos griegos de la polis partía de una proceso de desacralización que estaba implícito en el hecho de otorgar cualidades antropomórficas a los dioses. Bajo esa impronta se transó del pensamiento mágico a la filosofía. Lo que fomenta la voraz invasión del Estado es, por el contrario, una persistente regresión. Mitifica la realidad como ardid para retener el poder sobre la sociedad a la que dice servir. Igual que el recurso a la UME, el invento del “héroe” en escenarios que han sufrido el azote devastador de los elementos forma parte de una estrategia anuladora de lo “civilizado”. Porque al promocionar sobre su comunidad a alguien que ha tenido un comportamiento digno con sus semejantes, incluso exponiendo su vida, lo que persigue es elevar a la categoría de excepción lo que normalmente es habitual entre la gente en esas circunstancias. El “héroe”, así externalizado, envilece al conjunto de procedencia que por contraste se supone inanimado, y juega en la misma liga disolvente de todas las nomenklaturas. Levantando monumentos a la casa-cuartel y al soldado reconocido.

Hablamos de un desplazamiento de la existencia, “por nuestro propio bien”, donde el ganador, el que ocupa el poder por turno, se lo lleva todo. “Todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”. De ahí que sorprenda tanto más esas rarezas de personalidades que pudiendo gozar de merecida celebridad por la valía de sus propuestas, prefieren quedarse al margen de la corriente dominante. Que generalmente es un híbrido que idolatra a sendos dioses sin forma humana: Mercado y Estado. Esa es la extraordinaria proeza del 15-M al convertir en colectivo moral lo que hasta entonces era una masa adoctrinada en la superchería de la obediencia debida. Y ello impulsando los valores de igualdad, libertad y solidaridad que permiten a las personas reconocerse como humanidad. Los Banksy que vos matasteis aún gozan de buena salud.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid