Artículo de opinión de Rafael Cid

El ninguneo democrático y el desprecio al electorado percibido tras la decisión de Pedro Sánchez de ir a una repetición de los comicios han hecho saltar las alarmas en algunos cenáculos del Régimen del 78. Por los púlpitos de la derecha y las tribunas de la sedicente izquierda circulan aceradas críticas sobre la chapucera salida dada al bloqueo político.

El ninguneo democrático y el desprecio al electorado percibido tras la decisión de Pedro Sánchez de ir a una repetición de los comicios han hecho saltar las alarmas en algunos cenáculos del Régimen del 78. Por los púlpitos de la derecha y las tribunas de la sedicente izquierda circulan aceradas críticas sobre la chapucera salida dada al bloqueo político. El Rey Felipe VI, según lo filtrado por el cortesano cántabro Revilla; el  gran manitú Felipe González; y el ex director de El País Juan Luis Cebrián, entre otros valedores del “Estado profundo”, han expresado severas reservas ante la posición adoptada. Semejante unanimidad demuestra que la pirueta de Sánchez ha dejado en bolas algunas anomalías del sistema erigido con la Constitución de 1978. De ahí el mantra inmediatamente utilizado como apagafuegos desde ambas orillas. Unos, los progres,  trataban de saturar la brecha asegurando que “habían fallado las personas pero no las instituciones”.  Otros, menos creativos, sostenían que a pesar del fiasco había que movilizar a los votantes  para “la gran fiesta de la democracia”.

Y es que la apuesta de Sánchez ha pulverizado algunos records y destapado desvergüenzas. Ha sido el primer candidato en ganar una moción de censura desde la transición, y también la única persona en ocupar la presidencia del Gobierno sin ser diputado. Porque el secretario general del PSOE entregó su acta  cuando la mayor parte del grupo parlamentario socialista vulneró la disciplina de voto y se abstuvo para facilitar la investidura de Mariano Rajoy. No se trata de un simple borrón del texto constitucional, es su literalidad. Ni el artículo 99 de la CE, que se ocupa de la designación del presidente, ni el 114, punto 2, referido al nombramiento del candidato ganador de la moción de censura,  exigen que el concernido sea miembro del Congreso. 

Teoría y praxis permiten, pues, que un extraparlamentario resulte nombrado presidente del Gobierno, y por tanto alcanzar ese pódium al margen de la voluntad del pueblo soberano, que es el que como cuerpo electoral designa a los representantes. El hecho, además, se compadece mal con lo que disponen el artículo 1º  (<<La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria>>) y el 66, punto 1 (<<Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado>>). Visto la dimensión del embrollo cabe afirmar que los conceptos “parlamentaria”  y  “representan” son perfectamente opinables. Algo, por cierto, que en otras democracias con más solera no se deja a la intemperie. El Tribunal Supremo de Gran Bretaña acaba de declarar “ilegal, nula y sin efecto” la suspensión del Parlamento decretada el primer ministro Boris Johnson (también accedió al cargo sin pasar por las urnas).

Eso en cuanto al Número Dos en el escalafón del Estado, que puede ser alguien ajeno al Parlamento, y fortiori, en cierta medida, cuestionar el espíritu de la  “democracia representativa”. Pero a eso hay que añadir que la singularidad española permite que el nombramiento del Número Uno, el Jefe del Estado, tampoco dependa de la voluntad de los electores. Le viene de cuna al titular de la Casa Real. De esta manera, un particular, por muy ilustre que sea, ostenta el cargo de manera vitalicia con capacidad para cederlo a sus sucesores “en herencia”. Aquel <<Caudillo de España por la gracia de Dios>>, provenía de un despojo a mano armada, este Rey Jefe del Estado a divinis es por la cara bonita y porque los ciudadanos otorgan. O sea, en distinta medida y según circunstancias, el pueblo soberano puede ser una entelequia a efectos de la titularidad de las más altas instituciones, Jefatura del Estado y Presidencia de Gobierno.

De este sumidero derivan otros adefesios igualmente nocivos para nuestra maltrecha  democracia. Nos referimos al choque de estatus entre Número el Uno y el Número Dos que la misma constitución vigente refleja. Mientras el artículo 62, apartado h, dice <<Compete al Rey el mando supremo de las Fuerzas Armadas>>, el artículo 97, por su parte, reconoce que <<El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado>>. Quizá de esa curiosa interferencia normativa, proceda la tradición de que todos los ministros de Defensa en la España constitucional sean cooptados por el augusto dedazo de Zarzuela. El <<atado y bien atado>> adaptado a esta democracia sui géneris. Para mayor profusión, varios estatutos de autonomía, como el de hoy vilipendiada Catalunya, determinan que el presidente de la Comunidad sea elegido “entre sus diputados”. En algunos países de la Unión Europea la fórmula de un Jefe de Gobierno “extraparlamentario” también es de curso legal, aunque su aplicación sea excepcional y aplicable casi en fase de paliativos. Lo ensayó Italia en 2011 para hacer frente a la crisis cediendo el puesto a Mario Monti, un técnico nada independiente. El currículum de Monti destaca por haber sido el director europeo de la Trilateral y estrecho colaborador del banco de inversiones Goldman Sachs. La figura también existió en la antigua Roma Republicana. En casos de peligro  podía “elegirse un dictador”, un cirujano de hierro, pero por tiempo tasado y siempre de los miembros de la magistratura. La innovación actual en constituciones como la española del 78 puede hacer de la representación del pueblo soberano un holograma.

Todo eso se ha barrido bajo la alfombra del tobogán que ha conducido del Gobierno de Cooperación al de Coalición y luego a las elecciones del 10 de noviembre, tras cinco meses de sequía parlamentaria y después de muchos cacareos y aspavientos para despistar a la  sufrida ciudadanía. Aunque el esperpento ya era la marca de la casa sanchista. Pedro Sánchez, el presidente en funciones sobrevenido basó su auctoritas en exorcizar cualquier tipo de acuerdo con la derecha. Su meritorio “no, es no” a la investidura de Rajoy fue toda una declaración de intenciones que avalaba un radiante porvenir progresista. “Somos la izquierda” era entonces la soflama de moda. Sin embargo, pocos meses después, aquel “no, es no” giraba en redondo  para poner en su diana a Unidas Podemos, su “socio preferente” en la izquierda. El partido que entregó en bandeja la moción de censura a Pedro Sánchez.

Una vez más lo que no es tradición es plagio. Veamos:

-Que en 2003 dos diputados del PSOE se ausentaran de la votación para frustrar la investidura de su líder como presidente de la Comunidad de Madrid con los votos de Izquierda Unida, fue un escándalo descomunal que ha pasado a los anales del transfuguismo con el baldón de “Tamayazo”.

-Que trece años después, en 2016, todo el grupo parlamentario socialista menos 15 se abstuviera para permitir hacer presidente del Gobierno al candidato del Partido Popular Mariano Rajoy, se consideró un supremo gesto de responsabilidad política.

-Que en 2019 el secretario general del PSOE que entregó su acta de diputado para no pactar con la derecha rechazara formar un Ejecutivo de izquierdas con la fuerza progresista que le facilitó la presidencia del Gobierno a través de una moción de censura  porque de hacerlo “no podría dormir”, lo han llamado sentido de Estado.

¿Entonces lo de Íñigo Errejón cómo se llama? Un señor que una vez designado por Podemos como candidato en Madrid se pasa a la competencia y luego crea otro partido para compincharse con los que pretenden destruir a la formación que ayudó a fundar. ¿Operación Chamartín?

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid