Artículo de opinión de Rafael Cid

En el ámbito jurídico se llama «querella catalana» a

las acciones encaminadas a entorpecer un proceso”

(Del diccionario)

En el ámbito jurídico se llama «querella catalana» a

las acciones encaminadas a entorpecer un proceso”

(Del diccionario)

Si hubiera que resumir en una sola frase lo que supone la querella catalana, podría decirse que se trata del conflicto, pugna, lucha o debate, entre dos formas distintas y distantes de empoderar el término “independencia” como categoría democrática. Por una parte estaría la que protagoniza el Parlament de Catalunya con su declaración unilateral en forma de república. Y por otra  la del Poder Judicial del Estado que ha anulado aquella en razón de su superior imperio.

La independencia que declama el legislativo catalán tiene su origen en un mandato popular expresado en las urnas. El referéndum del pasado 1 de octubre. Otra cosa es que en puridad se pueda poner en duda su legitimidad, en base a que no fue refrendado por una mayoría cualificada. Prevención que reguladora que rige en el marco político de referencia cuando el resultado de la “voluntad general” connota un cambio estructural que afecta a muchos más ciudadanos de los que se sienten concernidos por la consulta. Aunque si ampliamos el foco más allá del ámbito nacional, pero en el mismo plano de homologación democrática, vemos que esa medida decae según y cómo. El Brexit, por poner un ejemplo reciente, fue activado a pesar de haber sido aprobado con una escasa diferencia de votos: 51,9% a favor frente a 48,1% en contra.

Pero a lo que me quiero referir no es al tema cuantitativo, de pesas y medidas, sino al del asunto independentista como base legitimadora para una acción política transformadora, tema de controle y contrapesos (checks and balances). Veamos su hoja de ruta, su procés. El pueblo de Catalunya, en cumplimiento de su autolegislación, concurrió a unas elecciones autonómicas en el año 2915 que dieron la victoria a unos partidos, CiU y ERC, que habían desplegado un programa de contenido independentista. Y esa coalición, JxSí, sin mayoría parlamentaria para aplicarlo in nuce, logró su propósito al obtener el apoyo de la CUP a cambio de concesiones de índole política, económica y social. De esta manera el llamado bloque soberanista desarrolló su proyecto, elaborando las leyes necesarias para aplicar la ofertada independencia.

En ese tránsito es donde se produce el sesgo que ahora se trata de cegar desde el gobierno central y las instituciones que tutelan la Constitución Española. Hay pues, en el caso catalán, una legitimidad de origen porque nadie en el aparato del Estado impidió en su día que los partidos rupturistas abordaran programas independentistas en esos comicios. Quizás porque la norma consuetudinaria estima que las promesas de las campañas electorales se las lleve el viento cuando se llega al poder. Pero también hay a la par una ilegitimidad de ejercicio al haber vulnerado la norma superior a la que se disciplina el Estatut para su ejercicio operativo en esa comunidad. Una autonomía limitada y vigilada, al fin de cuentas, que no permite un proceso constituyente porque ya se da por constituida, haciendo inviable y punible cualquier ejercicio de desmantelamiento de-constituyente por muy refrendado que esté.

Lo curioso del caso es que el mecanismo que entra en acción nada más producirse ese intento fáctico de desconexión de Catalunya con España también apela como máxima autoridad a su carácter de independiente. El Poder Judicial, como factótum de esa separación de poderes que informa a los Estados constitucionales, basa su legitimidad de ejercicio (precisamente donde falla su adversario a batir) en su presunta y cacareada independencia. O sea, en su condición de agente realmente autónomo y, de facto, soberano. Soberanismo e independencia, y por tanto decisionismo, son los atributos que validan su actuación en el caso de la querella catalana. Ello concretado en la detención y envío a prisión sin paliativos de los miembros del govern nacido de las urnas de 2015 que han llevado a la práctica sus enunciados electorales. No es el choque de trenes metafóricamente formulado para consumo de la colonizada opinión pública por la opinión publicada. Pero si la imagen contrapuesta de un corredor que sigue las normas de tráfico y un kamikaze que discurre en sentido contrario por la dirección compartida.

¿Pero es realmente como parece? Una indagación a las fuentes dimanantes de ese Poder Judicial independiente, sobre el esquema aceptado de un auténtico “separatismo-divisionista” de poderes, demuestra que no es oro todo lo que reluce. Y que las contradicciones que arrastra la desconexión a la catalana también anidan en su victimario, evidenciando a su vez la “unilateralidad” de sus posiciones y actitudes. Porque ese Poder Judicial (Tribunal Supremo y Audiencia Nacional entre otros) que tiene en “sí” y “para sí” la capacidad represiva (el legítimo usa de la fuerza, que decía Weber) es en realidad un poder vicario y dependiente, incluso abducido. Y ello desde el momento en que su composición y rango jerárquico traen causa, en un régimen de cuotas y como correas de transmisión, de los partidos hegemónicos en el Estado a través del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el organismo que elige a la nomenclatura judicial. Fenómeno que explica de soslayo el criterio sancionador con que actuó el Tribunal Constitucional (TC) a la hora de “juzgar” el Estatut convalidado por las Cortes, el Parlament y todos los catalanes sin menosprecio por el quórum de adherentes.

En resumidas cuentas. Estamos ante legalidades y legitimidades cruzadas, donde categorías como “independencia” y “autonomía” se usan a discreción de un decisionismo sin más orden ni concierto que el de la propia dinámica que impele a ambos procesos. Uno el catalán, mediante un reclamo al “derecho a decidir” que ostenta un ascendente horizontal y plebiscitario, y otro, de superior impacto, cuya exégesis del derecho a decidir se remonta a un principio fundante de carácter vertical, vitalicio y predeterminado. Porque en la base de esa dicotomía está el hecho de que, mientras son una mayoría los catalanes quienes refrendaron el Estatut en el 2007 y votaron en las autonómicas del 2015, solo una minoría de ellos votó la Constitución de 1978 que les somete. Aquellos que entonces tenían 18 años cumplidos y hoy coronan los 57. En concreto: no más de 2.012.781 personas de un total de 7.477.371 según censo 2017 de Catalunya, desagregado por edades, hecho público por el Instituto Nacional de Estadística.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid